domingo, 28 de marzo de 2010

ME COMPRO UN LIBRO EN EL PRIMER PISO, VEO UNA EXPOSICIÓN DE FOTOS EN EL SEGUNDO, ME COMO UN CANAPÉ EN EL TERCERO

Las librerías...
Debe de ser deformación profesional, pero siempre me ha gustado ir de librerías. Elijo tres o cuatro y me paseo por la sección de narrativa de adultos con tranquilidad. Siempre salgo con algo apetecible bajo el brazo. Luego, voy al departamento de infantil. Miro cómo están situadas las distintas colecciones, miro si están mis libros y miro las novedades de las diferentes editoriales. Por un lado, es una manera de mantenerse al día de lo que se publica: autores, ilustradores, argumentos, géneros, formatos, tipos de encuadernación. Por otro lado, es la forma más fácil de comprender que ronda casi lo milagroso si alguien elige un libro -ese libro- por encima de todos los demás. Toda una cura de humildad, sí señor. Las librerías están cada vez más llenas de libros, verdaderamente saturadas. Hay tantísimo publicado... Y la oportunidad que se le da a los nuevos ejemplares de ser vistos por los futuros lectores es cada vez menor. Y sucede también con los libros para niños, no sólo con los adultos. Si en unas semanas el libro no se abre camino, pierde la posibilidad de ser encontrado, de ser leído y es rápidamente sustituido por otro más joven. Libros de temporada, como la ropa. La primavera barre al invierno, y eso en febrero nada menos. Es muy difícil que un libro consiga su propio espacio y permanezca en él durante años y años: sólo lo logran unos pocos elegidos. También en infantil. Las ventas en librerías -salvo honrosas excepciones- son más bien escasas. La mayor parte de los autores españoles viven de los libros que se prescriben en los colegios, esa es una buena manera de vender un número importante de una tacada. Sin embargo, las colecciones de prescripción no son ya lo que eran y hoy en día se apuesta mucho más por los llamados libros de consumo o trade, esos títulos que se venden en librerías y que todos aspiran a que se conviertan en bestsellers. ¿Seguirán mucho tiempo más las librerías así? ¿Llenas a rebosar? ¿Habrá un cambio con la llegada del libro digital? Por lo menos, ahorrarán mucho espacio en almacenaje... Pero ¿y entonces? ¿A qué se dedicarán exactamente? Lo cierto es que estamos ya en el proceso del cambio... Exposiciones, tertulias, presentaciones, conciertos, cafeterías, restaurantes... El futuro está llegando.

domingo, 21 de marzo de 2010

¿Te gusta escribir?

Acabo de regresar de Málaga. Una semana haciendo encuentros en colegios. De Málaga ciudad a La Viñuela, a Torrox, Vélez-Málaga, Benalmádena, Fuengirola... Más de mil niños escuchándome y haciéndome preguntas, la mayor parte de ellos con un libro mío dedicado bajo el brazo a la salida. Una experiencia hermosa, emocionante... y muy cansada. Una experiencia que me alimenta sin duda y espero que los alimente a ellos también. Siempre la cojo con ganas y con miedos, y la siento intensa y no del todo perfecta, esa es la verdad. Hay tantos factores que juegan a su favor y en su contra al mismo tiempo... El número de niños, el tiempo disponible, la adecuación de la sala utilizada -la biblioteca, la clase, el salón de actos, el gimnasio-, la labor previa de los profesores, mi estado general, mi humor, la facilidad con que conecto con ellos ese día... en fin. A base de años y años de sesiones, las cosas van saliendo y, a pesar de todos los temores, van saliendo bien, incluso extraordinariamente bien algunas veces. Pero sigo preguntándome cosas, siempre. ¿Por qué se sienten mis lectores tan emocionados por hacer sus preguntas -esas que llevan en un papel estrujado entre sus manos- que a veces no escuchan las respuestas? Y no me refiero a las de los otros, sino a las de ellos mismos: preguntan y, antes de que el autor haya acabado de responder, ya están hablando con el compañero, o ensimismados mirando al techo... En realidad, ¿sienten verdadera curiosidad, verdadero interés, o se trata sólo de quedar bien ante el profesor y los demás alumnos? Y otro interrogante más: ¿Por qué en este viaje por dos veces consecutivas, después de hablar y hablar sobre el acto de la creación, sobre esta profesión que sí se elige voluntariamente, sobre el disfrute que produce escribir a pesar del desgaste, de la soledad y del sufrimiento que acarrea..., ¿por qué después de todo eso, me han preguntado en dos ocasiones si me gustaba escribir? No es que lo hayan dado por hecho, no es que lo hayan corroborado, es que lo han preguntado. "¿Te gusta escribir?" Así, sin más. Como una pregunta cualquiera. De nuevo, esa sensación de que las palabras -mis palabras- revolotean en torno a ellos, sin penetrar del todo en su corazón. Pero también hay siempre, en todas las sesiones, unos cuantos niños que te miran a los ojos, de verdad; que absorben lo que dices, de verdad, y que te sonríen tímidamente. No arman bulla, no sobresalen, no levantan la voz. Son lectores que se fijan en lo pequeño, en los gestos, en las palabras tenues. Me reconozco en ellos y los siento ahí, muy próximos a mí.
Dejaremos lo de las librerías para otro día. Y también lo de la ilustración, 40jos. Aunque de eso tú sabes mucho más que yo. Por cierto, estaba acostumbrada a verte en El País. Te echo de menos.

miércoles, 10 de marzo de 2010

¿PUBLICAR?

Me pregunto sinceramente cómo hacen los noveles para acceder a la posibilidad de publicar una obra, de llegar a meter apenas el pie en esa rendija de la puerta que está muy entornada para todos -incluso para los que ya tenemos bastante obra publicada. Y, además, tengo toda la impresión de que la puerta se cierra cada vez más. Se cierra, entre otras cosas, porque ya no caben más originales dentro. Las editoriales están plagadas de cajas y cajas llenas de manuscritos que casi nadie mira, que casi nadie lee. Libros de los que, como mucho, se hojean cinco páginas; hojear con "h", sí: significa "pasar páginas", no leerlas. A veces un editor en horas bajas llega a leer veinte páginas en diagonal, haciendo lectura rápida. Conozco una editora que se jacta de leer mientras pela patatas en la cocina. Lo curioso es que lo dice como si fuera un gran qué. ¡Qué mundo este! -el de la edición, me refiero-. Los editores que deciden -los editores ejecutivos, los directores editoriales- dejaron de leer ya hace mucho. No tienen tiempo, pobres... El caso es que no leen nada de nada, ni lo que publican, ni lo que publica el vecino para mantenerse al corriente de tendencias. Los pocos editores que leen -suelen ser los editores técnicos, los que llevan todavía poco tiempo en la profesión- leen por responsabilidad, por respeto a los autores, pero no tienen ningún poder de decisión. Así que poco pueden hacer, tratar de "vender" la obra a sus jefes, nada más. Son éstos los que decidirán y lo harán casi siempre por causas externas al libro: si el nombre del autor vende, si es prioritario mantenerlo en su catálogo, si el tema es comercial, si la competencia ha sacado algo parecido y le va muy bien... Pero que el editor técnico no ose jamás comentar que se trata de un "libro de calidad". Si lo hace en un momento de debilidad y lo piensa honestamente, perderá todas las bazas de que ese libro sea publicado. El jefe le mirará de arriba abajo y decidirá en el acto que es mejor que la obra se quede en el cajón. No fuera a ser que, de sacarla, no pasase de la primera edición. A esa "rara avis" del editor responsable y lector -porque disfruta haciéndolo- no le queda ni la posibilidad de conversar de libros con los autores, y qué conversaciones tan ricas serían ésas. Pero, ¡ojo! Los editores técnicos no se tratan con los autores y los directores editoriales, que sí lo hacen -en ocasiones los invitan a comer-, jamás hablan con ellos de sus libros. ¿Cómo hacerlo por delegación? ¿Cómo hacerlo sin que los pillen en un renuncio y pierdan su aureola de intelectuales de pro. Es mejor hablar del tiempo y de los conocidos comunes, que eso no supone ningún esfuerzo y ofrece muchas más posibilidades de echar unas risas.
Creo que no tengo un buen día. Así que lo dejo por hoy, que no quiero pecar de pesimista.
En otro momento hablamos de las librerías y de los libros que entran y salen de ellas sin siquiera ser desembalados. Lo dicho, no tengo un buen día.