tag:blogger.com,1999:blog-80993464537419718102024-03-13T21:22:30.089-07:00El té de las cincoMarinellahttp://www.blogger.com/profile/01992803676460061457noreply@blogger.comBlogger78125tag:blogger.com,1999:blog-8099346453741971810.post-45938201107620985032017-12-19T00:31:00.000-08:002017-12-19T00:41:26.975-08:00BILLETE DE IDA Y VUELTA(Relato ganador del Tercer Certamen GUINDOSTÁN, convocado por la asociación cultural del mismo nombre: http://guindostan.org)
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Es noche cerrada. Álvaro está harto. Harto y, sobre todo, aburridísimo. Acaba de despertarse sobre la arena. Vaya curda que se ha pillado… Su mano descansa sobre una botella de ginebra. Vacía. No ve el mar. Sin embargo, ahí anda con su vaivén, acechándole. <br />
Hay estrellas, pero ¿dónde demonios está la luna? Apenas ve nada más allá de sus pies. Va descalzo, aunque no recuerda haberse quitado los zapatos. Lo cierto es que su memoria guarda muy poco de las últimas horas. <br />
La noche empezó con bronca, por supuesto. Matilde haciéndole chantaje moral: “Si te vas hoy, que es el día de nuestro aniversario, mañana cuando vuelvas como una cuba, no me encontrarás”. Bueno, bien, un motivo más para marcharse, entonces. A ver si ella se largaba de una buena vez. <br />
Luego se fue de vinos con Celso, pero él le dejó en la estacada, aunque antes le presentó a ¿Armando? ¿Amadeo? ¿Arcadio? ¿Cómo se llamaba aquel tipo? Da igual, pero qué saque tenía el condenado… ¿Y luego? Cenaron unas tapas, sí. Después… después… acabaron en el Copacabana, eso era. Y allí, allí estaba la mulata, claro. Vaya noche completita… Aymé se llamaba. Le llevó a su piso y follaron como si fuera el día del fin del mundo. Lo malo es que luego la tal Aymé empezó con el rollo de La Habana. Que si algún día volvería a su tierra, que si el malecón, que si el mar, que si allí como en ningún sitio a pesar del carcamal del hermano de Fidel. Pero ¿qué pasó después? ¿Lo trajo ella hasta la playa, o vino él andando? <br />
El mar. Álvaro tiene los pies fríos, la arena fina resbala entre sus dedos. Necesita calentárselos. Se pone a cuatro patas y palpa a su alrededor. No hay ni rastro de sus zapatos. Se arrastra por la arena para acercarse a la orilla y mete los pies en el agua: bien, eso está mejor. Se está mojando los bajos de los pantalones, pero qué más da. No piensa ir a trabajar. No va a ir nunca más, nunca más. Todos los días la misma historia. El teléfono que no para de sonar, el ordenador que se cuelga, las quejas de los clientes y las broncas de Fernández. Vaya vida, de las broncas de Matilde a las broncas de Fernández… no te digo.
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Se quedaría ahí tumbado el resto de sus días, escuchando tan solo el ir y venir de las olas del mar. Si pudiera arrancar de su cabeza embotada los gritos, las broncas, las exigencias, los reproches… Está harto de esa vida, pero no puede, no sabe, no quiere vivir otra. Hacer un desfalco, robar un banco, irse a Nueva York; no, a La Habana, si Aymé dice que es tan bonito... O, mejor, ¿qué hay allí, al otro lado del horizonte? África, allí está África. Esa sí que es buena, ¿qué haría él en África? ¿Hacer de buen samaritano y cuidar a los negritos? Esos están peor que él. Mejor no meterse en más berenjenales, él no es un santo, un cooperante que ayuda al prójimo. Que alguien le ayude a él, ¡caramba! Pues lo dicho: a Cuba y a vivir, que son dos días. ¿Sentarse bajo una palmera y contemplar el mar? ¿Follar con tías macizas y venga mojitos y daiquiris? ¿Ir de borrachera en borrachera? ¿Lo mismo que aquí? En realidad es lo único que sabe hacer… <br />
Maldita sea, le estalla la cabeza. Dejarse llevar sin decidir nada, eso es siempre lo más sencillo, lo más cómodo. No tener que elegir, no tener que abandonar un camino para tomar otro, no tener que hacer daño a nadie para salvarse de la quema. ¿Salvarse? No depender de nadie y, mejor todavía, que nadie dependa de ti. Solo y libre, ¿libre? <br />
Qué mal cuerpo. Le huele la camisa a vomitona. Se desabrocha los botones sin abrir los ojos, se incorpora despacio y se la quita con esfuerzo. Madre mía, le pesan los brazos, las piernas, siente un dolor profundo en el pecho. Tira la camisa lejos, ¡que se la coman los peces! Una cosa menos. Se hunde un poco más en el agua, nota que la arena mojada se amolda a su cuerpo, se esparce por encima de él y casi lo succiona, como cuando era pequeño. Cómo le gustaba sentarse en la orilla y meter las piernas en el mar, enterrarlas en el lodo: medio cuerpo fuera, medio cuerpo dentro. Nunca más había recordado aquella sensación de paz, de bienestar. Las olas venían y cubrían su cuerpo; a veces, una más grande que las demás avanzaba hasta más allá de su cuello y le mojaba los labios. Si se descuidaba se le metía en la boca abierta y era como si le besara una mujer salada, marina. Eso lo piensa ahora, claro, porque entonces, entonces… ¿qué sabía él de la vida?, ¿de las mujeres?, ¿del amor? <br />
¿Y qué sabe ahora del amor? Nada, absolutamente nada. ¿Existe el amor? Patrañas de las películas, de los libros. Patrañas. Necesita quitarse ese mal olor que le atufa la nariz, necesita una buena ducha, pero está demasiado cansado para levantarse, llegar al paseo, buscar un taxi. Todo es demasiado complicado, todo es agotador. Y allí en la orilla se está bien, y se es niño. Se mete un poco más en el mar, lo suficiente para flotar, para dejarse llevar, para no pensar, para no dar más palos de ciego, para no aburrirse, para mecerse, mecerse y ser feliz. Por fin.
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Alika está cansada, dobla el brazo sobre la borda y apoya encima la cabeza. Le gustaría dormir un poco, pero sabe que es imposible, lleva todo el día excitada. Reina una oscuridad casi total. El mar es negro, como la barca. Intuye las siluetas de los otros. No hablan, aunque muchos de ellos tampoco duermen. Demasiadas sensaciones diferentes… Andan a la expectativa, a la deriva, como ella. Burlar a la policía costera, llegar a tierra, reunirse con su hermana Shaira, encontrar un trabajo, vivir, vivir en libertad, encontrar un buen hombre, ser feliz, ser feliz, ser feliz. <br />
Aunque, ella ya era feliz en casa, esa es la pura verdad… Levantarse todas las mañanas era una alegría, y besar a su madre, y encontrar a sus amigos, y reír con ellos. Pero su madre no quería que continuara en su país, quería que buscara una oportunidad al otro lado del mar, en Europa. Siempre hablaba de que tenía que reunirse con su hermana, que con ella de la mano sería más fácil, ella la ayudaría a asentarse en aquel lugar, formar una familia, ser feliz, ser feliz. Y, de pronto, el día anterior por la mañana le soltó la noticia: que el pasaje estaba pagado, que se fuera a la playa y preguntara por Said, él la escondería en la barca con los demás. Después le dio la faltriquera con algo de dinero y un abrazo fuerte. Eso fue todo.
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Se le está durmiendo el brazo. El hormigueo avanza del codo a la muñeca. Alika levanta la cabeza y extiende el brazo. Su mano toca el agua. Está tibia, agradable, se desliza entre sus dedos. No cree que haya tiburones por allí, a pesar de lo que dijo el patrón cuando embarcaron: nada de sacar manos y piernas que podría ser peligroso, nada de hablar, nada de hacer ruidos, nada de quejarse, nada de nada. Y, hasta ahora, todos han cumplido: allí están sus sombras sin rechistar, aguardan a que pase el mal trago para poder volver a respirar, a sentir, a amar.
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De pronto, la mano toca algo resbaloso. ¿Un pez? ¡El tiburón! Alika sube el brazo con rapidez y escruta con sus ojos blancos, asustados, abiertos de par en par, la superficie opaca del agua. No ve nada más allá de la negrura. Pero no, no es el tiburón, ni tampoco un pez cualquiera. Lo sabe a ciencia cierta, sin preguntarse por qué. Y siente una tremenda curiosidad. Así que vuelve a bajar la mano con lentitud, con cuidado. <br />
Agua, agua, ¡allí está de nuevo! No tiene vida, no trata de escapar, es algo muerto. Su mano agarra con más fuerza y lo levanta poco a poco. Es algo pesado, un trozo de tela, pero está tan mojado que ofrece resistencia y Alika tiene que doblar el cuerpo sobre la borda y agarrar con las dos manos para que el peso se quede equilibrado. La tela empapada chorrea sobre el agua. La joven tiene miedo de que ese goteo despierte a más de uno. Así que sin pensarlo más, levanta la pieza y la mete de golpe en la embarcación. Luego sus ojos van a la otra punta, a proa, allí está el patrón. Sus miradas se cruzan, pero él no dice nada. Está claro que su madre pagó más de lo acordado. El hombre se lleva un dedo a la boca y hace un gesto de silencio. <br />
Alika recupera su posición inicial y palpa la tela mojada que tiene en el regazo. Unas mangas largas, un cuello, botones. A la pálida luz de las estrellas le parece ver una camisa de hombre, lisa, de un tono claro. ¿Blanca? ¿Crema? ¿Azul? No lo sabe a ciencia cierta, pero le gusta. Es una ofrenda del mar. Nunca ha tenido una camisa así. Cuando esté seca se la pondrá y, si le va ancha, cuando se reúna con Shaira, la estrechará siguiendo sus pautas, que a ella siempre se le ha dado bien la costura. Está contenta, es un regalo, un símbolo de que las cosas sin duda van a mejorar. Ropa nueva para una nueva vida. Alika cruza los brazos encima de la prenda para protegerla como un tesoro, y se abandona tranquila al sueño. Ahora sí.
Marinellahttp://www.blogger.com/profile/01992803676460061457noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8099346453741971810.post-9757643885837446312017-07-09T09:57:00.000-07:002017-07-09T09:57:13.166-07:00LA FALSA INDEPENDENCIA DE LOS NIÑOS EN LA LIJMe paso el día leyendo libros para niños y jóvenes. Algunos están ya publicados en otros países, otros son originales pendientes de decisión. Unos pocos me gustan mucho, muchos me resultan absolutamente indiferentes, los más me horripilan. Pero casi todos ellos -igual que sucedía cuando yo era una niña lectora- están protagonizados por niños libres, independientes, que toman constantemente sus propias decisiones y a los que nadie -¿unos padres, quizá?- les dicen lo que tienen que hacer y, sobre todo, a qué hora tienen que estar en casa. No hablo solo de libros de género fantástico, estoy hablando de novelas realistas que pretenden reflejar el mundo actual. ¿Se ajusta esa independencia a la realidad de hoy? No lo creo… ¿Dónde están esos padres sobreprotectores que llevan a sus hijos en el coche a todas partes, que los van a recoger de sus actividades cotidianas, que no los dejan ni a sol ni a sombra, que no paran de llamarlos al móvil ni los sueltan literalmente de su mano? De aparecer, lo hacen en muy contadas ocasiones y, precisamente, para que se les repruebe su actitud a lo largo de la historia. Pero son casos aislados. Lo más común es la casi ausencia de adultos, como si estos fueran seres fantasmagóricos -de figura lejana, desvaída- que están pero no están para mayor confort de protagonistas y lectores.
No es algo nuevo. Cuando de pequeños, los de mi generación leíamos los libros de Los Siete Secretos y de Los Cinco, admirábamos y envidiábamos a partes iguales a esos personajes que iban de excursión solos a los acantilados, con la única compañía de su perro y una cesta de mimbre llena de alimentos extraños. Los padres, los tíos se quedaban en casa, esperando su vuelta, nada más. Nunca hacían amago de entrometerse en sus aventuras. No estaba en sus planes -ni en los de Enid Blyton- que molestasen a los protagonistas.
Hoy en día sucede lo mismo. Hay protagonistas niños que investigan sucesos extraños, otros que descubren escabrosos secretos de familia. Algunos caminan kilómetros para reencontrarse con personas queridas, otros aman más de lo que nadie puede imaginar. Se las ven con ladrones, algunos hasta con asesinos. Hacen, deshacen, reflexionan, comprenden, deciden, maduran… En definitiva, avanzan. Mientras, sus padres no acostumbran a enterarse de nada. Su presencia sería muy molesta en una trama en la que los niños se transforman en héroes, en modelos inalcanzables para unos lectores que ansían identificarse con ellos hasta que mamá o papá los llame porque ha llegado la hora de cenar. Los autores lo saben bien y obran en consecuencia.
Marinellahttp://www.blogger.com/profile/01992803676460061457noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-8099346453741971810.post-63809275665305038882017-04-02T02:33:00.000-07:002017-04-02T02:38:40.268-07:00GLORIA FUERTES, COMPLETA<a href="https://4.bp.blogspot.com/-84jDEefUtfY/WODFLljdedI/AAAAAAAAALc/ocitKVFie7Md5CkCqMQs_-9oqabowi7TgCLcB/s1600/thu%255B1%255D.jpg" imageanchor="1" ><img border="0" src="https://4.bp.blogspot.com/-84jDEefUtfY/WODFLljdedI/AAAAAAAAALc/ocitKVFie7Md5CkCqMQs_-9oqabowi7TgCLcB/s320/thu%255B1%255D.jpg" width="225" height="320" /></a>
Sospecho que Gloria Fuertes se agachaba para hablar con los niños, con el fin de decirles las cosas de tú a tú, mirarlos a los ojos y recibir su cariño. Un cariño que la llenaría de orgullo, ¿cómo no?
A los adultos, sin embargo, debía de mirarlos de frente para bombardearles las entrañas sin paños calientes.
Leyendo ahora sus poemas, descubro que cuando dialoga con nosotros en cada verso, dialoga, sobre todo, consigo misma, con su corazón malherido. Adentrarme en sus poemas es conectar con una persona que, de forma aparentemente sencilla, dice verdades inmensas que se clavan como puñales en mi cuerpo. Emoción pura. Confieso con pudor que la conocía poco y que ayer -al visitar la exposición sobre su vida y su obra, que conmemora el centenario de su nacimiento- la reconocí mucho. Por eso, tengo ya un libro suyo sobre la mesilla, abierto de par en par, deleitándome, desesperándome. El libro de una persona que escribía para personas de 0 a 99 años, como ella misma decía. Todos estamos en esa franja y así es la LITERATURA, nada compartimentada.
Marinellahttp://www.blogger.com/profile/01992803676460061457noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8099346453741971810.post-47348323318404018552017-03-05T03:04:00.001-08:002017-03-05T03:17:57.679-08:00EL LIBRO MÁS VENDIDO DE LA TEMPORADA
<a href="https://1.bp.blogspot.com/-vaY9uAJPDKs/WLvz0kbcuvI/AAAAAAAAALM/SUlNUCtlgRQgSvEJL0wxO-En1TV88Gq6wCLcB/s1600/untitled.png" imageanchor="1" ><img border="0" src="https://1.bp.blogspot.com/-vaY9uAJPDKs/WLvz0kbcuvI/AAAAAAAAALM/SUlNUCtlgRQgSvEJL0wxO-En1TV88Gq6wCLcB/s320/untitled.png" width="209" height="320" /></a>
Dicen que es el libro más vendido de la temporada y muchos también que el de mayor calidad. Lo estoy leyendo y no voy a opinar sobre su argumento. La literatura es contenido y continente, y aquí me interesa hablar de la forma, mucho más que de la historia. En las críticas previas que había leído, esas que en parte me llevaron a decantarme por su lectura, algunos críticos sesudos elogiaban precisamente lo que a mí -que aún creo en la importancia de las normas de la gramática- no deja de sorprenderme a cada frase. Los críticos hablaban de un estilo “fresco”, “coloquial” que aproximaba el texto a los lectores. Y también decían que era una novela “meditada”, construida con paciencia. Bueno… Está claro que cada lector interpreta a su manera y ve las cosas a su modo. Mientras leo, pienso que el autor debió reflexionar mucho antes de ponerse ante la hoja en blanco, estoy segura de ello porque la trama del libro es intrincada y muchos son los personajes. Pero también creo que, una vez que se puso a escribir, lo hizo a borbotones, con urgencia y que, igual que no se ajustó al orden cronológico de los hechos, tampoco se molestó en detenerse a releer para pulir un estilo que hace aguas por todas partes. ¿Hablamos del punto de vista, de la importancia de elegir la voz narrativa? Es algo que aparece en los primeros capítulos de cualquier manual de redacción que se precie, el tema central de cientos de talleres literarios. Todos recordamos el ejemplo de “Otra vuelta de tuerca”, de Henry James. Allí estaba claro quién escribía la historia, la institutriz, y solo veía lo que ella veía -o creía ver-. Lícito es hoy en día, cómo no, que haya capítulos en boca de un personaje y capítulos en boca de otro. También que siga existiendo un narrador clásico, omnisciente, que tenga toda la información y cuente la historia desde su “trono preferente”. Y, por supuesto, todos ellos pueden convivir dentro de una misma nóvela. ¿A capítulos? Claro. ¿A párrafos? Puede. Pero ¿en una misma frase? Pues bien, “Patria”, de Fernando Aramburu, está plagado de frases que comienzan en tercera y terminan en primera. Y viceversa. ¿Un hallazgo? Para mí no lo es. Como no lo es que el autor haya olvidado -a veces, pero no siempre: y, por tanto, es un olvido- que el castellano tiene la inmensa suerte de contar con guiones, que indican diálogos, y con comillas, que indican pensamientos. O que los puntos suspensivos existen precisamente para mostrar que una frase queda inacabada después de un “que” o de una preposición. Pero no, en este libro se pone un punto al final, ya sea frase acabada o inacabada, y santas pascuas.
¿Este libro ha tenido un editor al uso? ¿Ha tenido este libro un corrector? Ay, me huele que no. La novela ha sido publicada por una editorial, que durante años fue por libre y contó con un prestigio bien ganado, y que hoy en día vive bajo el paraguas del mayor emporio editorial de este país. Pues eso.
Por cierto, esta mañana he empezado con gran curiosidad una novela, publicada por Planeta, que promete tensión y suspense. Desde luego, la obra tiene un comienzo impactante y estoy segura de que tendrá muchos lectores porque su autor, guionista y director de cine también, sabe crear adicción. Pero, ay, en la primera página se repite tres veces el mismo error gramatical -tres, sí-: “deber” sin preposición “de” con significado de posibilidad y no de obligatoriedad. Y algunas páginas después, me ha saltado a los ojos un “se escuchó”, así en impersonal, que me ha escocido. Vamos a ver, ya tendría que estar acostumbrada porque últimamente lo veo en todo lo que leo, pero no, no me acostumbro. Escuchar es “prestar atención a lo que se oye” y, por tanto, es imposible emplearlo en impersonal. Cuando un ruido te sorprende y no lo esperabas, no puedes escucharlo sino oírlo. Es así. Por tanto, repito, ¿dónde estaba el corrector también en esta ocasión?
Sensación de pena por lo que pudo ser y no es. Así me quedo en ambos casos.
Marinellahttp://www.blogger.com/profile/01992803676460061457noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-8099346453741971810.post-5011763997176797072016-12-08T03:07:00.001-08:002016-12-08T03:25:52.303-08:00HACIA ATRÁS COMO LOS CANGREJOSAyer mi tarde placentera -porque tengo entre manos una traducción que es una joya- acabó con un regusto amargo. Una llamada telefónica me hizo pensar en esa frase que cada vez suena más en mi cerebro: "Vamos hacia atrás como los cangrejos". No quisiera que me viniera a la mente cada dos por tres, pero es así. Y ya no hablo de política, que es un tema que me atañe como humilde ciudadana del mundo, no: hablo de cultura, que al fin y al cabo a ella me dedico desde el primer trabajo que tuve, en los primeros años ochenta. En la llamada, una persona muy querida -que, por descontado, no tiene nada que ver con la decisión- me informó de la suspensión de una charla mía en un instituto. El libro está leído, los profesores lo conocen bien, los alumnos no tienen que comprarlo pues tienen ejemplares en la biblioteca... Pero la charla, por esos azares de la vida, no se había pactado a través de la editorial, sino conmigo directamente. Por consiguiente, el pago por toda una mañana de estancia en las aulas no era cosa de la editorial, sino del instituto. Parece ser que en el centro no hay presupuesto para ello -imagino que sí lo habrá para otras circunstancias...- y, en esos casos, se les pide a los alumnos que "colaboren" con dos euros -me dijeron-. Y aquí viene lo bueno, la respuesta de los alumnos -o de sus padres, imagino-: No dan dos euros por una actividad que ni siquiera va a sacarlos del centro. Pues claro que sí, ¿por qué van a dar dos euros por escuchar a una autora hablar de su obra? ¿Por tener la oportunidad de conversar de literatura con alguien que se dedica a escribir de los temas que se supone que les interesan a ellos? Dios mío... ¿Dónde queda el interés por la cultura? ¿La curiosidad? ¿Las ganas de descubrir otros mundos? ¿El ansia de aprender? Desde luego, no en estos chicos/as; tampoco en sus familias, por descontado. ¿Y en el instituto? Mucho menos, porque no ha sabido contagiárselos. Que vayan, que vayan a merendar al campo, y si ese campo es de fútbol, mucho mejor.
Confieso que no habría escrito estas palabras si el periódico de hoy no hubiera rematado la faena. En la última página de EL País vuelven a la carga con el asunto de las prohibiciones de determinados libros en los centros escolares americanos. Ay, no. Pues sí, un libro como "Matar a un ruiseñor", que durante décadas ha sido prescrito en miles de escuelas, ahora se prohíbe. Por racista. Vamos a ver: si un lector tiene la capacidad de raciocinio, sabe deducir e interpretar, se dará cuenta de que cualquier buen libro le ofrece la posibilidad de pensar por sí mismo, es una ventana que le muestra el mundo y que le lleva a preguntarse, a sopesar, a clarificar y, finalmente, a decidir. Enseñemos a los jóvenes esas herramientas en casa y en la escuela desde el primer día y ahorrémonos el bochorno de las prohibiciones. ¿Tan difícil es amar la cultura desde la más tierna infancia y saber que la cultura abre puertas siempre? Desde luego, cultura no es cerrar puertas a portazos. Marinellahttp://www.blogger.com/profile/01992803676460061457noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-8099346453741971810.post-86722478431714023682016-11-27T04:25:00.002-08:002016-11-27T04:34:53.021-08:00UNAMUNO Y LA PAPIROFLEXIA
Ayer fui al cine para ver "La isla del viento", la película que narra parte de la vida de Unamuno, concretamente: su exilio en Fuerteventura. La película me pareció bonita y, sobre todo, muy interesante. La recomiendo... Pero, además, me hizo recordar uno de los primeros reportajes que publiqué en mi vida y que estaba absolutamente borrado de mi mente, qué cosas. Hablaba de Unamuno y su relación con la papiroflexia. Tiene más de treinta años, nada menos, y me resulta toda una curiosidad. Aquí está:
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Estaba en COU cuando nació EL PAÍS. La mejor profesora de Literatura que he tenido nunca -una de esas personas capaces de crecerse y contagiarte entusiasmo cuando sienten a fondo- nos llevó de visita a su sede nueva, esplendorosa. Mientras caminábamos por la redacción, mientras imaginábamos las rotativas en movimiento, su mirada -la mirada de Mari Carmen García Arranz- nos indicaba que aquel periódico era distinto, especial y formaba parte de un mundo nuevo. Yo, que deseaba estudiar Periodismo, me “vi” sentada frente a aquellas mesas, pegada al teléfono y a la máquina de escribir, y sentí miedo pero también ilusión: era el futuro, y tal vez fuera también mi futuro. Después, a la hora de la verdad, nunca trabajé en aquella redacción, sí en otra. Pero sí publiqué algunos artículos en EL PAÍS SEMANAL gracias a otra mujer -Rosa Montero- a la que no conocía personalmente pero que siempre acogió con un afectuoso “te lo vamos a publicar” los textos que le presenté.
Desde entonces, mi historia ha caminado junto a la historia del periódico, del que soy suscriptora fiel desde hace años.
Y, de pronto, no sé muy bien cómo, han pasado cuarenta años. “Veinte años no es nada”, dice el tango, pero cuarenta… cuarenta en este caso no es el doble de nada. El martes pasado, todos los que compramos EL PAÍS habitualmente volvimos a enfrentarnos a la primera portada, la del 4 de mayo de 1976. Vaya, fue un ejercicio curioso: examinándola con detenimiento, me di cuenta de lo mucho que había cambiado la forma que tenemos los lectores de percibir la información, porque, al fin y al cabo, en un periódico los diseñadores no hacen más que amoldarse a los usos y a los gustos de sus lectores, solo eso. Una única foto, pequeña, a una columna, y en blanco y negro por supuesto. El editorial y todas las informaciones -salvo la dedicada al Parlamento Europeo, que ahora descubro que se aumentó, pues no tenía la extensión necesaria- en un cuerpo de letra que casi me atrevo a calificar de “miserable” por lo minúsculo y que, desde luego, nadie hoy osaría emplear en prensa. De hecho, no tiene nada que ver con el cuerpo que utiliza EL PAÍS en la actualidad. ¿Acaso tenían mejor vista los lectores de hace cuarenta años que los de ahora? No, sencillamente no se amedrentaban ni ante un editorial como el del primer día, que mirado con mirada del siglo XXI tiene un aspecto de ladrillo imponente, con tan solo cuatro tímidos puntos y aparte; digo “tímidos” porque casi alcanzan el final de la línea. En fin, que el texto no respira en absoluto. Pero la gente lo devoraba, lo releía, lo reposaba, reflexionaba, lo hacía suyo o lo discutía. Ahora, para que alguien se decida a tomarse el tiempo de leer algo así hay que “engañarle” con el color, con las ilustraciones, ponérselo fácil, dárselo masticado. Ay, aquellos tiempos y estos no son los mismos: la imagen y el ritmo frenético nos han moldeado a su gusto, nos han hecho cómodos. Confieso que yo misma he leído de nuevo ese editorial titulado “Ante la reforma” en diagonal y a salto de mata. ¿Se merece tal agravio esa cubierta “histórica”, inteligente y clarísima en sus intenciones democráticas? Lo cierto es que no.
Marinellahttp://www.blogger.com/profile/01992803676460061457noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8099346453741971810.post-31703006750409183802016-04-17T03:07:00.000-07:002016-04-17T03:07:51.379-07:00¿QUÉ HAY EN "MATAR A UN RUISEÑOR" DE "VE Y PON UN CENTINELA"?
Tengo la sensación de que debo de ser la única que no he hablado del tema, pero no quería hacerlo hasta tener las ideas claras tras leer “Ve y pon un centinela” de Harper Lee. Lo cierto es que, ahora que acabo de leer esa primera versión de la novela que posteriormente sería “Matar a un ruiseñor”, mis ideas no están claras. Más bien oscuras, oscurísimas.
“Matar a un ruiseñor” es un libro que me gustó y me emocionó en su momento -una obra que recuerdo con mucho cariño y de la que me gusta releer ciertos párrafos que tengo señalados con lápiz-. Y, por descontado, la película que se hizo a partir de ella es una obra colosal, con una señora interpretación de Gregory Peck, por la que recibió un merecidísimo Óscar, en la que el actor se mimetiza desde el primer instante con el sabio y tierno abogado Atticus Finch, paradigma de hombre justo y demócrata.
Pero ¿qué es “Ve y pon un centinela”? Desde mi punto de vista, una novela primeriza y absolutamente irregular, a la que le sobran muchas páginas. Como la primera -en realidad, segunda- está narrada por Scout, la hija de Finch, pero aquí no es una niña: tiene veintiséis años y regresa a su casa desde Nueva York para pasar unas vacaciones. Su hermano Jem ha muerto, Dill -su amigo del alma: en quien muchos vieron a Truman Capote- vive lejos, y Boo, el vecino, ni siquiera existe. Scout admira a su padre, lo tiene en un pedestal, pero no le gusta lo que ve. Finch defendió hace muchos años a un joven negro acusado injustamente de violar a una mujer blanca -ese es el tema central de “Matar a un ruiseñor”, aunque aquí el recuerdo de Scout lo ventila en apenas dos páginas-, pero ahora está preocupado como el resto del pueblo por la relevancia que pueden alcanzar los negros. Él está dispuesto a tenderles la mano, a defenderlos en los tribunales si la acusación es inmerecida -la Ley es la Ley-, pero no quiere que ejerzan puestos de influencia en la comunidad, no quiere que detenten el poder. Piensa que no están preparados para ello y cree que no lo estarán jamás. Son ciudadanos de segunda. En fin, Scout y los lectores nos enfrentamos a un Atticus Finch racista y anclado en el pasado con el que no contábamos. A Scout se le desmonta, y a nosotros también. Finalmente, ella lo asume tal como es porque no deja de ser su padre. Pero ¿nosotros?
Si tengo claro que “Ve y pon un centinela” es una novela escrita al cien por cien por Harper Lee, ahora que la he leído no puedo pensar lo mismo de “Matar a un ruiseñor”. Tras leer la primera versión, en torno a 1960, el editor -parece ser que no era ni el primero ni el segundo que la recibía- decidió no publicarla, pero sí vio en ella “posibilidades”, indicios suficientes para que su autora la reescribiera e hiciera un libro nuevo. Lee debía centrarse en la actuación de Atticus y en el juicio. Los niños serían unos observadores de los hechos y a través de su mirada el abogado se transformaría en un modelo a seguir. Bueno, es evidente que todo eso está en “Matar a un ruiseñor”, pero ¿tal transformación pudo hacerla Harper Lee en solitario? Podó, cambió caracteres, insufló vida a personas muertas o desaparecidas, inventó personajes nuevos de tanto calado como Boo… En definitiva, hizo un libro absolutamente distinto y merecedor de un Premio Pulitzer. ¿Lo hizo sola? ¿Cuánto hay de ella y cuánto de ese editor preclaro? ¿Fue el editor el que, como tantas otras veces, ejerció de “negro”? Nunca lo sabremos. Y eso es lo que ahora -será deformación profesional- me produce de verdad curiosidad.
Marinellahttp://www.blogger.com/profile/01992803676460061457noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8099346453741971810.post-55938835424461215412016-02-16T01:53:00.000-08:002016-02-16T01:53:47.754-08:00CONVERSACIÓN SOBRE ENDE CON NOEMÍ RISCOEl viernes, 12 de febrero, en la Casa del Lector, Noemí Risco -www.noemirisco.me-, traductora y especialista en LIJ, me realizó la siguiente entrevista con motivo de la aparición de mi libro "El hijo del pintor", basado en la infancia de Ende. Aquí va el texto completo para todos aquellos que no pudieron asistir al acto.
<i>Marinella Terzi además de ser la traductora de algunas obras de Michael Ende, como El ponche de los deseos o El secreto de Lena, también fue editora durante veintiún años de SM y actualmente, aunque sigue realizando trabajo editorial, lo desempeña como autónoma y lo combina con la escritura de sus propios libros. El hijo del pintor, editado por Anaya en 2015, es una de sus últimas publicaciones y está inspirado en la infancia de Michael Ende.
-¿Cómo se te ocurrió la idea de escribir este libro?
</i>Creo que la idea bullía desde hace muchos años en mi cabeza, pero sí hubo un detonante. En realidad, Ende siempre ha sido un autor por el que he sentido gran admiración y, además, por esas casualidades de la vida, he tenido la oportunidad de acercarme a su obra y a su persona en varias ocasiones. Empecé a leerle a los ocho, nueve años, cuando no sabía nada de él. “Jim Botón y Lucas el maquinista”, el primer libro que él escribió, fue también el primer libro que leí yo de él, y me gustó muchísimo. Después vino la segunda parte: “Jim Botón y los trece salvajes”. Son dos libros que todavía conservo desde mi infancia. A pesar de los cambios de vivienda que ha habido, siempre han ido conmigo. Muchos años después, cuando yo ya era adulta, llegó “La Historia Interminable”. En esa época la novela me dejó sorprendidísima, era algo absolutamente diferente a lo que había leído hasta entonces. En ese momento decidí indagar más sobre su obra y descubrí que era el autor de aquellos dos libros que habían marcado mi infancia. Luego vendrían “Momo” y tantos otros, y, con el paso de los años, la posibilidad de traducirle e, incluso, de conocerle personalmente. Descubrí que su padre era pintor, y pintor surrealista, además. La pintura, y la pintura surrealista concretamente, me interesan. Ya en un libro anterior –“Falsa naturaleza muerta”- hablé de ellas. Como escritora, siempre he tenido claro que, por mucha ficción que escribamos, todo lo que creamos tiene que ver íntimamente con nuestra forma de ser y con nuestra vida. Estoy convencida de que Ende imaginó y escribió lo que escribió porque vivió lo que vivió junto a unas determinadas personas: y su padre era, sin duda, una de las que más le influyeron. El detonante que me hizo ponerme a novelar su infancia en “El hijo del pintor” fue un libro de un autor alemán, Alois Prinz, y la forma de llegar a él también fue absolutamente casual. Por mi trabajo como lectora freelance tuve que hacer el informe de una biografía sobre Jesucristo que había escrito Prinz. Me gustó el libro, busqué datos del autor en Internet y descubrí que tenía un libro titulado “Rebellische Söhne”, que hablaba justamente de las relaciones entre distintos padres e hijos, entre ellos, Edgar Ende y su hijo Michael. Encontré el libro en la librería alemana de Madrid, lo leí y, a partir de ahí, mi idea empezó a materializarse.
<i>-Algunas de las anécdotas que cuentas, como el encuentro de Edgar Ende y Luisa Bartholomä, las he reconocido. Cuando mencionas, por ejemplo, el armario que le pintó el padre me hizo mucha gracia porque lo vi en persona en el museo de Múnich. ¿Cómo te documentaste para los datos auténticos de esta historia? Me llamó la atención que al niño lo llamen Micha, ¿era así en realidad? </i>
Básicamente el libro que yo he escrito es ficción. En él hay personajes y hecho inventados de principio a fin, pero intento retratar la atmósfera en la que se movía Ende de pequeño: un mundo lleno de arte y cultura, pero también duro, falto de libertad y resquebrajado por el nazismo. Ahora, es verdad que en él he introducido vivencias y objetos reales que aparecen en las distintas fuentes de las que me serví: el primer encuentro entre los padres del escritor proviene de esas fuentes, concretamente del libro de Alois Prinz y también está reflejado en la página web oficial del autor. Hablar de cómo empezó la relación entre los padres del escritor me parecía casi imprescindible para comenzar mi libro y creo que esa mercería, llena de cachivaches y de piedras, tiene un toque muy literario, y muy de Ende, además. El armario era importante para Ende y por eso lo empleé en mi historia. Era un regalo de su padre y estaba decorado por él. Yo quise ir más allá y utilizarlo como un símbolo. En mi libro, en la parte trasera del armario, Edgar Ende pinta el horror, eso que ocurre al lado de sus hogares y que en teoría los alemanes de a pie no conocen: personas desaparecidas, vejadas, masacradas. Después, él también las hace desaparecer a brochazos negros: se las traga la nada de los hombres grises.
En cuanto al nombre del niño, no tengo ni idea de cómo le llamaban familiarmente en casa. Pero Micha es el diminutivo de Michael, así que no es tan descabellado pensar que fuera así. En “El hijo del pintor” yo hablo básicamente del hogar y, por eso, necesitaba un apelativo cariñoso, algo usual entre padres e hijos. Además, no quería emplear el nombre con el que Ende es reconocido por todos sus lectores. Entonces él no era todavía el Michael Ende que escribía libros, era solo un niño pequeño, reflexivo, imaginativo, que absorbía lo que tenía a su alrededor y, así, modelaba su carácter; alguien que, un día, años después, acabaría siendo el escritor Michael Ende, con todas las letras.
<i>-En su lectura también nos encontramos con referencias continuas a obras de Michael Ende: tortugas centenarias, el tiempo, los hombres grises, desiertos multicolores, dragones de la suerte… El hijo del pintor claramente está dirigido a un público infantil, pero como Ende, ¿pensabas también en posibles lectores adultos que ya hubieran leído esas novelas?
</i>Sí, es lógico que fuera así, porque si en sus obras Ende hablaba reiteradamente de las tortugas o del tiempo, es porque le interesaban estos temas. E imagino que sería desde siempre, desde su infancia, que es cuando se forja el carácter de las personas. Aunque el libro es corto, los editores hicieron muy bien incluyéndolo en la serie Azul, destinada a niños a partir de 12 años. Pienso que es un libro que se puede leer como una historia de ficción más, sin ni siquiera saber que los personajes existieron en la realidad. Pero también creo que eso ocurre en un primer estrato y este libro tiene varios niveles más. En ese sentido, pienso también que puede interesar a los adultos, cómo no, y si son admiradores de Ende, mejor que mejor. Cada lector elige -consciente o inconscientemente- dónde quedarse, contentarse con hacer un agujero diminuto o excavar un hoyo profundo. Yo trato de darles las herramientas, la pala para cavar, pero ellos deciden hasta dónde llegar.
<i>-Al hilo de las referencias a sus libros, hay un momento en el que describes a Michael Ende en el patio del colegio rodeado de un corro de niñas a las que les apasionaban sus historias y entre ellas está Krista. Ese nombre me suena de algo… Bastián tenía una amiga llamada así, bueno, escrito diferente, Christa. ¿La amiga del protagonista de La historia interminable está inspirada en esa amiga del colegio o la amiga del colegio de El hijo del pintor está basada en la amiga de Bastián?</i>
Quiero pensar que la amiga de Bastian está inspirada en la amiga que su creador tuvo en su primera infancia, pero, claro, no puedo afirmarlo con seguridad. Solo sé que entre los amigos que Michael Ende tuvo de pequeño estaba una niña llamada Krista y que para él fue lo suficientemente importante como para recordarla a la hora de hablar de su infancia.
<i>-En el capítulo 2 la familia se traslada de Garmisch a Múnich y nos describes el barrio bohemio, que es donde precisamente se fueron a vivir, Schwabing, del que se puede leer bastante en Carpeta de apuntes. Al final del capítulo 3 dices «muchos años después tuvo también su propia caja de ideas. Estaba llena de papelitos con frases escritas y también de recortes de periódicos y revistas…». Haces referencia a esta última publicación, ¿verdad? Desde mi punto de vista, imprescindible para todo aquel que quiera conocer mejor al escritor. </i>
Muchos escritores -yo diría que todos- guardan anotaciones sobre hechos que no quieren olvidar y que pueden servirles para libros futuros. Algunos fructifican y se transforman en historias, otros no pasan de meras frases. Hay escritores que los apuntan en cuadernos, otros en el ordenador o la Tablet directamente. Ende tenía una caja de ideas. Esa fórmula la heredó de su padre. El pintor hacía los primeros apuntes en tarjetas, que guardaba en una caja, y solo algunas de esas tarjetas llegaban a ser cuadros mucho tiempo después. Entiendo que el libro de “Carpeta de apuntes” parte de esa caja y en él hay poemas, relatos, artículos, simples comentarios. De hecho, ese es su título original: “Michael Ende´s Zettelkasten”.
<i>-Llamas a los nazis «hombres grises». Sin duda le debió de marcar muchísimo haber vivido ese periodo de la historia en Alemania y más aún cuando su familia no se consideraba «políticamente fiable». Me gustó mucho su escrito «La abuela está sentada en el jardín chino» donde relata cómo vivió el final de la guerra. ¿Crees que Michael Ende hablaba del nazismo en Momo o es un símil que has querido plasmar en tu libro? </i>
El nazismo fue una época terrible y los primeros que lo pasaron mal fueron los millones de alemanes que no comulgaban con esas ideas. La familia de Ende era una familia abierta, liberal, amante de la cultura, que a la fuerza tenía que chocar con la intransigencia y con el fanatismo. La pintura de Edgar Ende, como toda la pintura no realista, fue tachada de arte degenerado -Entartete Kunst- porque, según los nazis, no era pura ni heroica, y se le impidió pintar como a tantos otros (Max Ernst, Chagall, Klee, etc.). Eso es censura y no hay nada peor que impedir crear a un artista. Honestamente, no sé si los hombres grises de “Momo” se basan en los nazis. En principio, ellos solo querían adueñarse del tiempo de las personas y los nazis pretendían ser dueños de sus vidas, por entero. Pero sí eran intolerantes, siniestros y grises, en el sentido de “mediocres”, gente con orejeras que no veían más allá de sus narices. Evidentemente, tenían muchas concomitancias con ellos. Ende dice en Momo: “Ellos -los hombres grises- se habían hecho sus planes con el tiempo de los hombres. Eran planes trazados muy cuidadosamente y con gran previsión. Lo más importante era que nadie prestara atención a sus actividades. Se habían incrustado en la vida de la gran ciudad y de sus habitantes sin llamar la atención. Paso a paso, sin que nadie se diera cuenta, continuaban su invasión y tomaban posesión de los hombres. Conocían a cualquiera que parecía apto para sus planes mucho antes de que este se diera cuenta. No hacían más que esperar el momento adecuado para atraparle.” Yo veo ahí los primeros movimientos de los nazis en los años veinte. No olvidemos que el primer intento de Hitler por tomar el poder se produce en Múnich, la ciudad donde vivía la familia Ende. De Múnich Hitler llega a ser Führer de toda Alemania y, de ahí, a pretender conquistar el mundo entero. Pero, claro, solo es una interpretación mía.
En cuanto a “La abuela está sentada en el jardín chino”, sí, a mí también me gustó muchísimo. Refleja muy bien ese sentimiento de desolación por la barbarie que ocurre en un país que es el tuyo y al que quieres. Un pesar tan profundo que nunca consigues aliviar, como dice Ende en sus páginas.
<i>-Como hemos dicho antes, además de escritora, también eres traductora y a finales de los ochenta tradujiste El ponche de los deseos junto a Jesús Larriba. ¿Qué representó para ti poder traducir a Michael Ende?</i>
En realidad, la primera vez que traduje a Ende fue un año antes, en 1988. El libro es un álbum ilustrado que se titula “El teatro de sombras” y trata de la muerte nada menos. Traducirlo fue un placer y también una gran responsabilidad. La traducción de “El ponche de los deseos” me produjo sentimientos encontrados. Por un lado, el libro me gustaba mucho y, por tanto, el proyecto me ilusionaba, suponía un reto importante. Por otro, Jesús Larriba y yo tuvimos que luchar contra el tiempo y eso nunca es bueno a la hora de traducir y menos con un libro como este, que era extenso y complicado.
<i>-¿Cómo surgió este encargo? ¿Cómo fue la experiencia de trabajar a cuatro manos?
</i>Tanto Jesús como yo trabajábamos entonces como editores en Ediciones SM. Ese año yo fui a la Feria del Libro de Frankfurt y el primer día me topé con “El ponche de los deseos” en el stand de Thienemann, la editorial habitual de Ende. Era la novedad de la feria y estaba publicitado por todas partes. Rápidamente informé a la dirección de la editorial y la consecuencia de ello fue que al día siguiente ya tenía un ejemplar alemán en mis manos para leerlo en la propia feria. Se contrató allí mismo y volvimos a Madrid con idea de publicarlo lo antes posible. La editorial quería sacarlo esas mismas Navidades. Así que se nos pidió a Jesús Larriba y a mí que dejáramos todo lo que teníamos entre manos y nos dedicáramos exclusivamente a la traducción del libro. Lo bueno fue que Jesús y yo nos compenetramos bien. En realidad, él se dedicó básicamente a la narrativa, y yo a las canciones y las rimas, y también a volcar el texto al ordenador -entonces, Jesús traducía a mano- y a la corrección final. Pero estábamos juntos, en el mismo despacho, y eso nos permitía consultarnos todas las dudas y buscar las soluciones juntos… Está claro que cuatro ojos siempre ven más que dos. De todas formas, es un libro que habría requerido mucho más tiempo y eso no nos lo permitieron. En este caso, los “hombres grises de SM” también nos robaron el tiempo.
<i>-En alemán el nombre hiperlargo del ponche está integrado en el título, pero en español aparecía debajo en la edición de SM del 89 e incluso, en ediciones posteriores, se eliminó lo de «genialcoholorosatanarquiarqueologicavernoso». ¿Se decidió quitarlo por algún motivo aparte de que es extremadamente largo y parece un trabalenguas?
</i>Bueno, en principio eso era así porque en alemán el adjetivo se pone delante y en español detrás, y una palabra tan larga había que integrarla de algún modo en el diseño, sin más. Después, en las siguientes versiones, no sé por qué motivo se decidió quitar la palabra de la cubierta. Yo hubiera preferido que se quedara. A Ende le gustaba jugar con las palabras y esa palabra-catalejo, como la denomina él en el libro, es una muestra más de su ingenio. A mí me parece divertida y creo que a los lectores les llama mucho la atención. Para mí reconstruirla a partir de la alemana fue un reto que necesitó, como los poemas, cierta adaptación. Pero creo que quedó bien y que funciona, como funcionaba en su momento el “supercalifra…” de “Mary Poppins”, por ejemplo. Y en el libro, por supuesto, tiene su razón de ser: es, como el famoso “Abracadabra…”, una palabra mágica, necesaria para hacer un encantamiento.
<i>-¿Recuerdas qué criterio seguisteis para la traducción de los nombres de los personajes?
</i>En general, los nombres suelen quedarse como están, sobre todo si las novelas son realistas y están localizadas en un lugar concreto. Sin embargo, aquí hay que contar con que nos encontramos en un laboratorio de magia, en un lugar frío y en la noche de San Silvestre, pero no se trata de ningún país concreto… El autor no nos da detalles. Además, muchos de los nombres tienen significado. Está claro que este es importante para la historia, porque el autor lo ha decidido así. Eso ocurre cuando incluyen en el término cualidades del personaje, de algún modo lo retratan. Entonces, entiendo que hay que traducirlos para que el lector español tenga la misma información que tenía el alemán. Lo más literalmente posible, sí, pero también es importante la sonoridad de los mismos.
Algunos ejemplos:
• Beelzebub Irrwitzer -irrwitzig es absurdo, descabellado- pasó a ser Belcebú Sarcasmo, un apellido que enlaza claramente con la forma de ser del personaje.
• Tyrannja Vamperl se transformó en Tirania Vampir.
• Villa Alptraum (literalmente, en Villa Pesadilla).
• Der Tote Park: Parque Muerto
• Maledictus Made: Maledictus Oruga (que es precisamente lo que significa Made)
• Maurizio di Mauro se conserva igual.
• Jakob Krakel: Jacobo Osadías (cuervo). Krakel es barullo y kraken, armar bronca. El cuervo es claramente muy osado, dice siempre lo que piensa y no se corta ante nada.
<i>-Otra particularidad a destacar de esta novela son las rimas de los hechizos. ¿Te resultó complicado? Me gustaría leer un par entre las 23:15 y las 23:25
</i>Sí, fue complicado. En realidad, creo que es el libro en el que Ende se acerca más a las técnicas del cabaret literario, de las obras teatrales que escribió durante años. No son poemas, son más bien canciones de una comedia musical muy ácida, muy política. Intenté conservar la rima en todas ellas. En cuanto al contenido, podrían dividirse en dos tipos. Unas tienen mucho sentido y son muy irónicas. Son las que hablan del mundo de hoy en día de una manera muy crítica y hay que contar con que el libro está escrito hace veintisiete años nada menos, pero sigue siendo profundamente actual al tocar todos esos temas: la excesiva importancia del dinero, el consumismo, los ataques contra la Tierra, (fauna y flora), la contaminación, el armamentismo, la corrupción. Evidentemente, todos esos mensajes debían permanecer en la versión española y sujetos a la rima. Por otro lado, nos encontramos con unas canciones absolutamente lúdicas en las que se señalan los ingredientes necesarios para que el ponche funcione. En muchas ocasiones se trata de palabras inventadas siguiendo el arte clásico de la hechicería: sortilegios endemoniados. En esos casos, intenté conservar las raíces de las palabras inventadas por Ende, otorgándoles desinencias a la española.
<i>-Me resulta gracioso cuando dice «humanada» en vez de «cerdada» porque los cerdos no hacen nada. Schweinerei/Menscherei?
(Pag 61, final capítulo “Las seis y media”)
</i>Sí, eso está así en el original alemán. Es un invento de Ende y tenía toda la razón del mundo: ¿por qué decir “cerdada” cuando los causantes de esos desaguisados son los propios humanos?
<i>-Y para finalizar, hablemos de cómo termina, al igual que La historia interminable y Momo, con su apellido «Que Ende-fin-itiva significa». ¿Cómo aparecía en alemán y qué te parece vuestra solución vista con la perspectiva de los años?
</i>Ende tenía un nombre perfecto para jugar con él y emplearlo en los finales. En algún lugar leí que los profesores en el colegio al que iba ya lo aprovechaban para hacer frases del tipo “Por fin (Ende) ha acertado la respuesta” y cosas así. Tal vez fuera su pequeña venganza contra lo mal que se lo hicieron pasar. En todo caso, habría sido una pena desperdiciarlo. Yo me limité a adaptar algo el texto para no perder el juego. Si traducía el refrán exclusivamente (“Bien está lo que bien acaba”), los lectores no verían el apellido de Ende por ningún sitio. Además, los lectores niños no tienen por qué saber que Ende significa “fin”. Por eso le añadí la frase “Que Ende-FIN-itiva significa”. Por otro lado, a lo largo del libro el cuervo repite varias veces “Esto acabará mal” (“das wird böse enden”), que nosotros adaptamos con: “esto tendrá un mal endesenlace”, aprovechando que el cuervo a veces se equivoca (dice “reumaticismo”, por ejemplo).
<i>-Si tuvieras que elegir una obra de Michael Ende, ¿con cuál te quedarías? ¿Alguna escena o imagen preferida?
</i>En general, toda la producción de Ende me parece muy interesante y realmente valiosa. No es solo “La historia interminable”, aunque sea la más conocida o la de mayor envergadura. Todos los libros, ya sean álbumes o novelas extensas, encierran ideas brillantes. Siempre me ha gustado mucho “El secreto de Lena”, que traduje en 1991. Parte de una idea casi irreverente: una niña que decide dar un escarmiento a sus padres porque está harta de que no la obedezcan. Así que los vuelve pequeños, para que sufran. El final es más “políticamente correcto” -aunque Ende odiase ese término-, pero la idea es brillante, y por supuesto el tiempo y los relojes tienen la clave.
<i>-Desde el punto de vista de editora, ¿crees que en la actualidad existe algún autor semejante a Ende?
</i>Confieso que ahora yo ya no puedo estar al tanto de todo lo que se publica, como me ocurría en otra época. La oferta me desborda por completo. Por lo que sé, hay muchísima literatura fantástica, pero suele ser más épica, más de aventuras. Me atrevería a decir que más convencional y ni mucho menos tan crítica ni tan reflexiva como lo es la obra de Ende. En Alemania surgió hace años Ralf Isau, un autor que estaba muy influido por Ende y que escribió varias novelas interesantes, de calado, desde mi punto de vista. Alguna, como “El museo de los recuerdos robados”, se publicó en nuestro país, pero -no me preguntes por qué- no alcanzó la repercusión que se merecía. De la literatura inglesa o americana no me atrevo a hablar porque no la conozco a fondo. En cuanto a la española… deberíamos nombrar a Laura Gallego, una lectora empedernida y apasionada de Ende. Su obra tiene un estilo propio y consolidado que avalan millones de lectores, pero hay determinados títulos –“El coleccionista de relojes extraordinarios”, por ejemplo- y determinados pasajes en los que veo cierto homenaje al Maestro: momentos más humorísticos, descripciones de acumulaciones de objetos en ciertos lugares, luchas dialécticas entre personajes, diálogos muy teatrales...
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Qué mundo éste en el que casi se pretende que los creadores se sientan culpables por continuar publicando después de jubilados. Todo aquel que se dedica al arte sabe que es imposible ponerle coto a una idea cuando esta estalla en la cabeza y se adueña por entero de ti. ¿Qué le decimos? “¡Alto! ¡No! Mejor no me compliques la existencia, no quiero disfrutar contigo, no quiero hacer disfrutar a los demás con este nuevo argumento. Lo aparco, lo ignoro… Prefiero dormitar con mi birriosa pensión de jubilado. No me calientes la cabeza, que como escriba un libro nuevo y dicte dos charlas, o tenga la mala suerte de ganar un premio, la tenemos. Me quitan la pensión, me meten en chirona y me riñen por dar mal ejemplo.” ¿A quién se le ocurre tener ideas después de los sesenta y cinco…? A esa edad, uno se tiene que contentar con ponerse el pijamita, tomarse una sopita y tirarse en el sofá a ver la caja tonta. Y si se empeña en tener ideas todavía, por favor, que sea desprendido y las regale sin más al prójimo… Nada de que el trabajo rinda, no señor. Los artistas crean por amor al arte; que ni si les ocurra tratar de sacar un beneficio económico al asunto. En fin, mejor ser una mente gris, mediocre, aburrida, pero con algo de dinero en el bolsillo (poco, ¿eh?)… ¡Vivan los grandes próceres, esos sabios pensantes que dirigen el país y le dan realmente al arte y a la cultura la importancia que ambos se merecen!
Marinellahttp://www.blogger.com/profile/01992803676460061457noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8099346453741971810.post-45427190009805310342015-10-11T03:05:00.000-07:002015-10-11T03:05:42.615-07:00RENACER -el ciclo del libro- Aquí estoy. Esperando renacer.
Llegué por primera vez al mundo hará cosa de noventa años. En una imprenta pequeña, familiar. O, por lo menos, eso cuenta mi página de créditos. Yo, para ser sincero, no recuerdo el momento. Pero un aroma a papel y tinta, que permaneció conmigo los primeros años de mi vida, me confirma que fue así: me hicieron con mimo, casi artesanalmente. En realidad, mi primer recuerdo me retrotrae a una librería de muebles de madera clara, con una escalera colgante que iba y venía por la estantería, a voluntad de los clientes. El librero, un joven de barba y voz profunda, me había colocado en la sección de poesía. Pero me sacaba mucho de la estantería: todas las noches antes de poner el cartel de “cerrado” en la puerta y echar la llave, me cogía y se sentaba conmigo un rato en la mecedora que tenía junto al mostrador. Entonces me abría y leía algunas de mis páginas, a veces en voz alta. Después, me devolvía a mi sitio y subía a su vivienda, en la planta superior.
Ella apareció un día de invierno. Llevaba una boina ladeada sobre sus rizos negros y guantes de antelina. Entró con paso decidido y le pidió al librero que le aconsejara un libro de mi artífice. Alguien, un buen amigo, le había hablado de aquel poeta andaluz. El librero sonrió y fue directo hacia mí. Me abrió por la página 31. Esa que dice: “El campo de olivos se abre y se cierra como un abanico…” Y por la 43: “Cuando yo me muera, enterradme con mi guitarra bajo la arena.” Ella afirmó con la cabeza y sus rizos se movieron al compás de su sonrisa. El librero pegó una palmada cariñosa sobre mi cubierta y me envolvió con papel marrón.
La casa era grande. Pasé los primeros meses sobre una mesilla con otros libros, junto a una cama de matrimonio. Ella me abría todas las noches y repasaba mis poemas una y otra vez. A veces, su voz se hacía sonora y mis letras sonaban como un canto. Él, su compañero, la miraba muy atento, y repetía los versos de memoria, con ella.
Aparecieron libros nuevos en la mesilla y me llevaron a una librería grande, con otros muchos camaradas. Ella entraba mucho en aquel cuarto. Traía jarrones con flores, cogía libros y se sentaba en el sillón de orejas, junto al ventanal. Pasó tiempo sin que viniera por mí. Luego, llegaron niños a la casa y con ellos vinieron libros de colores, ilustrados. Llegaron también juguetes. El cuarto se llenó de alegría.
Un día, súbitamente, me metieron a mí y a otros muchos en cajas de cartón. Y acabé, sin saber por qué, en un trastero lleno de cuadros y muebles viejos, llenándome de polvo.
No me preguntéis por qué tampoco, pero un día, años después, reviví. Ella misma, ahora con el pelo corto, vino a buscarme. Abrió las cajas, rebuscó y me encontró. Me sacó de allí, me limpió con una gamuza y me llevó al cuarto que ya conocía. Pero mi destino no era la librería, sino las manos de una quinceañera, unas manos suaves que a lo largo de los años me hojearon cientos de veces sin hacerme ni un solo rasguño. La chica, Nieves se llamaba –lo sé porque su madre escribió en mi portadilla: “Para Nieves, estos poemas de Federico que la acompañarán siempre”-, me leyó innumerables veces y me paseó por el mundo entero en maletas, que año a año se fueron haciendo más pequeñas.
Nieves dejó de viajar y se estableció en un piso pequeño de una ciudad pequeña. Allí me guardó en una estantería pequeña sobre un ordenador gigantesco. Con los años, el ordenador fue menguando y la estantería haciéndose mayor. Nieves me sacaba regularmente, me abría con ternura, pasaba un buen rato releyendo mi dedicatoria y hacía que mis poemas renacieran en su voz. Pero eso se acabó, de repente, no me preguntéis por qué.
Una tarde vinieron unos mozos vestidos con mono azul. Despejaron la mesa del ordenador y nos acumularon allí a mí y a todos mis hermanos. Nos envolvieron sin grandes miramientos en hojas de papel de periódico y nos ataron con cordeles de esparto. Luego nos amontonaron en carretillas y nos llevaron a una furgoneta. Y de allí, a una librería de viejo, y de allí, a esta caseta, a esta feria, donde todavía aguanto el tipo. Y espero con ansias: renacer.
-Ey, mira, el “Poema del Cante Jondo” de García Lorca… Vaya, qué dedicatoria tan bonita tiene. ¿Quién sería esa Nieves? ¡Me lo llevo! Eh, oiga, ¿cuánto vale?
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Oír y escuchar no son la misma cosa. Tampoco ver y mirar.
Por la calle oímos ruidos, gritos, frenazos, músicas que pasan zumbando a nuestro lado. Palabras que no nos dicen nada, que carecen de todo significado.
Para escuchar, sin embargo, necesitamos prestar atención, descifrar lo que se nos dice, ser todo oídos, pero también toda mente; poner de nuestra parte para que el mensaje se haga luz en nuestro cerebro.
Oímos la radio si la tenemos de fondo para acallar el silencio de la casa, como animal de compañía. Pero la escuchamos si atendemos a un programa determinado, al discurso de una persona que nos interesa. Y escuchamos también la letra de las canciones de nuestros cantautores favoritos, las palabras de nuestros seres más queridos.
Vemos sin ver miles de imágenes a lo largo del día. Colores, siluetas que no nos dicen nada. Pero miramos, y admiramos, paisajes hermosos, cuadros, obras de arte. Miramos con detenimiento, con sosiego para que nuestra mente se abra a lo nuevo, para aprender del que nos hace caer en la cuenta, para descubrir la belleza que no vemos al primer golpe de vista.
Pues bien, lo mismo sucede cuando leemos un libro. Hacerlo no tiene nada que ver con el acto mecánico de encadenar las palabras. Leer un libro es escuchar a su autor, mirar con detenimiento su forma de vivir y de sentir. Y eso no se hace a ritmo frenético ni compaginándolo con otras acciones. La lectura necesita tiempo, necesita espacio, necesita concentración. Leer en diagonal, leer sin profundizar, leer sin sentir, leer sin crecer es leer a medias. Disfrutar un libro no es limitarse a pasarlo bien con su argumento, sino exprimirlo y beberse todo su zumo. Y eso incluye gozar con las palabras que encierra, notar su sonoridad, escuchar su música. Y también comprender su significado, para estar o no de acuerdo con él. Ese acto íntimo exige paz, sosiego, ritmo pausado. Y, muchas veces, exige releer.
Leer no es ver una película de acción. Leer es entender, reflexionar, moverse adelante y atrás por el río de la memoria.
Marinellahttp://www.blogger.com/profile/01992803676460061457noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8099346453741971810.post-36447061077657895962015-04-01T02:12:00.000-07:002015-04-01T02:16:59.428-07:00"EL HIJO DEL PINTOR", MI ESPECIAL HOMENAJE A MICHAEL ENDE
<i>Micha no era un niño cualquiera.
Era el hijo de un pintor. De un pintor, además, que no dibujaba cosas reales, no. Dibujaba sueños, y a veces, pesadillas.
Y eso marca.</i> ("El hijo del pintor". Col: Sopa de Libros. Ed: Anaya, 2015
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Los libros de Michael Ende me han acompañado desde mi infancia. Leí “Jim Botón y Lucas el maquinista” con ocho años, y, enseguida, “Jim Botón y los trece salvajes”. Fue un impacto, disfruté tanto con ellos… De hecho, son los libros que más recuerdo de los numerosos que tenía de niña. Por supuesto, entonces no tenía ni idea de quién era su autor, pero sí conocía perfectamente a Jim, y al bueno de Lucas. Años después, ya adulta, leí un libro que me dejó chocada, era distinto a todo lo que había leído anteriormente. El título, “La historia interminable”. Resultó que su autor era alemán y que se llamaba Michael Ende. La obra me llamó tanto la atención, que quise indagar más sobre la biografía y los otros libros del escritor. Así descubrí que, sin saberlo, él ya llevaba años formando parte de mi vida porque era el creador de Jim Botón, ni más ni menos. Luego, durante mi etapa de editora, tuve el enorme privilegio de traducir varios libros suyos -“El teatro de sombras”, “El secreto de Lena”, “El pequeño títere” y “El ponche de los deseos”- y de conocerle personalmente en 1990, durante su visita a El Escorial para participar en un curso sobre literatura fantástica.
Sé por propia experiencia que los argumentos no nacen de la nada y que, por muy imaginativos que sean, están firmemente enraizados en las vivencias de los escritores. "El hijo del pintor", mi nueva novela, nació porque deseaba dar forma a ese niño reflexivo, profundamente imaginativo, que absorbía cultura y arte por todos sus poros. La pintura, los cuentos, el teatro… estaban presentes en Ende aun antes de su propio nacimiento, a pesar de la época en que le tocó crecer: en la Alemania del nazismo. El Tercer Reich acabó con las aspiraciones pictóricas de su padre, Edgar Ende, y marcó su literatura para siempre.
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Años después, la conocí personalmente y a través de otra Montserrat, la periodista Montserrat Sarto, con la que yo trabajaba en las páginas infantiles del Ya. Me pareció increíble ponerle rostro –rostro amable de mujer con tesón- a la creadora de aquel ángel simpático y bonachón que me había acompañado en mi niñez.
Después –hay que ver las vueltas que da la vida-, me encontré de nuevo con esa obra en la colección El Barco de Vapor, que coordiné durante varios años. Y, sobre todo, tuve la suerte de ser editora de Montserrat, de conocer a fondo la profesionalidad con la que trabajaba, la sensibilidad que volcaba en sus escritos, la pulcritud con la que entregaba sus originales, la valentía y la seguridad con las que peleaba por su obra. Y tuve también el enorme privilegio de publicarle uno de sus libros más hermosos, “La casa pintada”. El protagonista, Chao, es un niño que se esfuerza, que tiene tesón, que pelea por lo suyo… y consigue su casa pintada. Un protagonista de una pieza, perfectamente retratado por la mente experta de Montserrat del Amo.
Con el tiempo, fui también su compañera pero, a su lado, nunca pude ni quise sentirme su igual: ella era una pionera, una señora de la literatura, una mujer sabia. Se hacía oír, y había que escucharla para aprender. Magnífica narradora oral, escritora de raza, recordémosla porque abrió camino y su senda nos guía.
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A primeros de año, cuando deberían anidar en nosotros los buenos deseos, el optimismo, las ansias de una vida mejor, el mundo se empeña una vez más en llevarnos la contraria. Es muy difícil ser optimista después de lo ocurrido en París, después de ver cómo la barbarie estalla en segundos. ¿Y en pleno siglo XXI? ¿No hemos aprendido nada con tanta Historia a nuestras espaldas?
Podemos aspirar a vivir en paz, podemos luchar por la libertad, por la solidaridad y la democracia, pero allí están esos que, en un visto y no visto, lo vuelven todo del revés. ¿Qué nos queda ante un panorama tan desolador?
Resistir y mirar hacia delante, caminar erguidos, dar un nuevo paso al frente. Tender la mano al de al lado, sea cual sea el color de su piel. Creer firmemente en el valor de la palabra, huir de los fanatismos como de la peste. Sentir interés y curiosidad por todo lo que nos rodea. Olvidarnos un poco del “yo” para pensar más en el “nosotros”. Mantener el espíritu y la mente abierta. Y todo esto para mí se resume en dos palabras: educación y cultura. Sí, algo tan sencillo como eso: lápices, cuadernos, libros… En definitiva, seguir la estela que nos marca Malala.
¿Cómo no ve la sociedad lo necesarios que son los libros en la formación de sus ciudadanos? ¿Cómo no son capaces nuestros gobiernos de ver la importancia que deberían tener los libros en las escuelas? Y no hablo únicamente de los libros de texto. Me refiero a esos cuentos que acompañan, que confortan, que dan luz a nuestros corazones y a nuestras miradas. Esos libros que deberían estar en todas las casas para acoger a los bebés desde la cuna. Esas narraciones orales que nos educan en la tolerancia, en la hermandad, que nos hacen descubrir el mundo desde otros prismas, que nos hacen más curiosos, más sabios, más abiertos, más dialogantes.
Y hoy de nuevo un jarro de agua fría. Nos dice el informe de Hábitos de lectura del Gremio de Editores que el 35% de los españoles no lee “nunca o casi nunca” porque no les gusta, no sienten interés por ello. ¿Qué futuro nos aguarda? Tuve yo una profesora de Lengua cuyo lema era “Desde pequeñito se endereza el arbolito”. Nunca necesitó darnos más detalles, jamás tuvo que explicarnos cómo se enderezaba ese arbolito. Pero sus hechos hablaban por sí mismos: no era a palos, no. Ella simplemente se limitaba a regarnos, a alimentarnos con cultura, día a día.
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No soy yo quién para enmendar la plana a una premio Cervantes. No se me ocurrirá nunca decir que no me gusta la obra, o que está mal estructurada. Pero creo que sus dimensiones y el afán de la autora por abarcar tiempos y espacios le pasan factura. Es muy difícil dar siempre en el clavo con tantos personajes, con tantas peripecias y con tantas páginas. Por eso, leo su prosa con deleite, pero el argumento me pesa en determinados momentos y a veces me cuesta avanzar por ese bosque lleno de guerreros, trasgos, hadas y pueblos de nombres difíciles de recordar. Y, sobre todo, echo algo en falta en mi actitud para con la novela: la emoción. Precisamente, esa emoción que sentí en cada una de las páginas de “Paraíso inhabitado”, otro libro de Ana María Matute. Sin duda una obra mucho más liviana, pero que para mí fue toda una joya, una auténtica revelación. Pasearme por la casa de Adri, la niña protagonista de “Paraíso inhabitado”, fue regresar a mi infancia. Sentir lo que sentía esa niña rodeada de adultos fue volver al día a día de mi niñez, a los silencios, a las miradas. Surcar su pasillo-río fue surcar el pasillo-río de mi casa, y esconderme entre los muebles y los rincones de su hogar fue volver al refugio que suponía el hueco bajo la mesa de mi comedor, tan sólida con sus patas de madera torneadas; tan cálida, colocada sobre la alfombra de lana amarilla. Madurar para Adri no es una sensación de plenitud sino de pérdida, como en su momento lo fue para mí con la mochila de mi nostalgia a cuestas. Resumiendo, no hay empatía entre Gudú, los suyos y yo. Sí la hubo, a cada instante, entre Adri y yo. En realidad, Adri era yo misma. ¿Hay algo mejor que llegar a esa identificación total cuando se lee un libro? Creo que no.
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También esta dicotomía, como todas, puede trasladarse al mundo de la literatura. Al fin y al cabo, hacer literatura es pintar una copia del natural (que es la vida). Mirado así, optar por la primera persona no deja de ser egocéntrico. Significa reducirte a ti mismo. Decantarse por el diario es olvidar a los demás y pensar solo en uno, en que todo gira en torno a ti. Es ver con una mira muy pequeña, observar los árboles, pero desentenderse del bosque entero. Es hablar con uno mismo, es verse por dentro, es ser todo corazón. Es hacerse preguntas y tener que darse respuestas porque nadie lo hará por ti.
Escoger la tercera persona, por el contrario, supone tener en las manos un gran teleobjetivo que te hace ver el bosque completo y no permite que se te escape nada.
Pero no, las cosas no son nunca tan fáciles... Hay algo más y esa es la clave. La clave está en dónde te coloques: si te quedas en la barrera y observas a los demás de igual a igual, formaréis un equipo, sí. Pero ¿qué sucede si decides darte alas y subir a lo más alto? Allí tendrás el mundo en tus manos y te convertirás en un narrador omnisciente. Serás Dios, que lo ve todo, que lo sabe todo, que tiene el poder de hacer todas las preguntas porque sabe todas las respuestas. Buf, puede que el diario sea egocéntrico, algo propio de adolescentes que solo saben mirarse el ombligo... Pero la narrativa omnisciente es prepotente y huele bastante a caduca. Miremos, por tanto, de igual a igual, interactuemos con el otro. Preguntémonos y dudemos, dudemos siempre.
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Ayer leí en el periódico –sí: ¡sigo leyendo el periódico (de papel)!- que en varios colegio españoles se están empleando las construcciones de la firma LEGO como herramientas de aprendizaje, e incluso ya existe una asignatura dedicada íntegramente a ello. Bueno, no me extraña lo más mínimo. Creo que el LEGO abre la mente - posiblemente tanto como los idiomas- y, cuanto de más pequeño se empiece, mucho mejor. Ahora bien, no quisiera que se convirtiera en una obligación: en la buena mano de los maestros –y de los planes de estudio, claro- está el que no sea así.
Para mí el LEGO no fue una obligación, fue una absoluta devoción, y una de las más bonitas de mi vida. Me veo a mí misma arrodillada en el suelo, frente a la mesa negra del salón, construyendo casas, coches, extraños artefactos… con aquellos ladrillitos de plástico de mil colores. Y también, algo mayor, construyendo gigantescos castillos almenados con las piezas del EXIN, una especie de derivación hispana del LEGO. Aquello era “crear” en toda regla. Pero más importante que eso… para mí aquello fue jugar mano a mano con mi padre, tener una meta común, estar unidos en la alegría inmensa de tardes enteras. Era hermoso. Entonces, tan solo lo intuía. Pero ahora lo sé, con absoluta certeza.
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Acabo de terminar “La transformación de Johanna Sansíleri” de Álvaro Pombo. Por argumento sería un libro más, pero por su autor no lo es, claro. A Johanna se le muere Augusto -su marido desde hace décadas- y es entonces cuando ella se entera de que él tenía una doble vida: otra mujer, otra familia. Es un tema ya empleado en otras ocasiones, pero el libro es distinto por la personalidad de sus protagonistas, por su forma de pensar, por sus reflexiones. Por las voces interiores de todos ellos… Aunque lo verdaderamente curioso, lo que me llama poderosamente la atención es justo lo contrario: su falta de personalidad. En fin, veamos si me explico. Los personajes que más me interesan son tres: Johanna, por un lado, y Monina y Alexis por otro; esto es, la amante y el hijo, respectivamente. Pues bien, me atrevería a decir que los tres tienen una única personalidad, una misma manera de pensar, de razonar, incluso de hablar: la del propio Álvaro Pombo. Johanna es Pombo, Monina es Pombo; Alexis, a sus veinte años escasos, es más Pombo que nadie.
Cuando leo, leo para disfrutar, desde luego, pero también leo para aprender. Con cada nueva novela que escribo intento perfilar más los personajes, imbuirlos de una personalidad propia, hacer que actúen según sus distintas maneras de ser; en definitiva, hacerlos en todo momento consecuentes consigo mismos. Me dice el corazón –y las técnicas literarias- que deben seguir una trayectoria, que deben emplear determinados modismos en su lenguaje: cada uno los suyos, distintos de los de los demás… Sin embargo, en esta obra hay una gran personalidad, la de Álvaro Pombo, y una única forma de hablar, exclusivamente una: la de Álvaro Pombo. Todos son reflexivos, todos le dan cien mil vueltas a las cosas, todos son instruidos –muy leídos, muy filósofos y muy religiosos- y, también, unos profundos cotillas. Todos hablan como libros abiertos y al mismo tiempo tienen un lenguaje de lo más coloquial, que les hace olvidar el orden lógico de la frase a cada momento, aquello del “sujeto-verbo-predicado”.
¿Pretendo enmendarle la plana a todo un señor académico? Ni se me pasa por la imaginación, Dios me libre. Yo seguiré tratando de dotar a mis personajes con personalidades propias mientras camuflo la mía a trocitos entre todos ellos. Y seguiré leyendo los libros de Pombo para disfrutar con su palabrería; para verlo a él, pletórico, completo, en cada personaje, en cada palabra. Como veo a Picasso en cada uno de sus cuadros, sea de la época rosa o cubista. Por algo son artistas consagrados, que se han ganado a base de años y de obra su derecho a tomarse el mundo por montera y hacer lo que les venga en gana.
Marinellahttp://www.blogger.com/profile/01992803676460061457noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-8099346453741971810.post-61564759051790473692014-06-08T03:20:00.000-07:002014-06-08T03:20:54.552-07:00ESCRIBO PARA NIÑOS Y JÓVENES PORQUE…
Estoy leyendo estos días el libro que han publicado en Alfaguara con motivo de su 50 aniversario. Se trata de una larga entrevista del periodista Juan Cruz al editor Jaime Salinas, que dirigió la editorial durante unos años. La deformación profesional hace que siempre me interesen los ensayos que hablan del mundo de la edición, de la evolución que esta ha tenido a lo largo de los años y de los editores auténticos, esos que sabían de libros… Este es uno de esos libros. No se trata ni mucho menos de un libro nuevo, viene de un encargo de Mario Muchnik y, al final, no se publicó. Por eso, Alfaguara lo retoma ahora y con acierto, porque no ha perdido para nada su vigencia. El Jaime Salinas de la obra es un hombre mayor, que ya ha rebasado los setenta, escéptico y bastante desencantado por el rumbo que ha tomado la edición, hacia lo comercial. Entre otras cosas fue el editor que creó Alfaguara Infantil y Juvenil y me interesaba mucho saber por qué tomó –desde mi punto de vista- esa sabia decisión. Por eso, abrí instintivamente los ojos al llegar a la pregunta de Cruz que hacía referencia a ello. Y me entristeció un poco la respuesta del hijo de Pedro Salinas. Venía a decir que lo necesitaba como colchón económico para publicar otro tipo de libros. Que sospechaba que esos libros para niños se iban a vender –ya se sabe: padres y maestros interesados- y así podría, en Alfaguara Adultos, permitirse lujos que de otra manera serían impensables. Vaya… Sospecho que a Juan Cruz la respuesta también le dejó algo “chafado”, porque incidió en ella de tal modo que Salinas habló entonces de lo que yo esperaba al principio: claro, claro que confiaba en hacer lectores, buenos lectores, y conseguir que esos niños, al crecer, siguieran leyendo la buena literatura que allí se les ofrecía. En fin, no me gustó el orden de las respuestas, habría sido mucho más feliz si hubieran sido las mismas, pero siguiendo un orden inverso…
Pero esto me sirvió de acicate para preguntarme seriamente por qué escribo yo para niños. Podría contestar que la vida me ha llevado a ello, que mi trabajo en una editorial que publicaba libros infantiles me llevó a intentar superar esa prueba… Y sería verdad, pero sobre todo –y estoy firmemente convencida de ello- si me gusta tanto esta profesión, si todavía no me he planteado escribir un libro para adultos es porque:
Escribo literatura para niños porque es Literatura.
Porque me gusta inventar historias, ser capaz de vivir más vidas que la mía.
Escribo para niños porque quisiera ser el puente que los lleve a disfrutar de la lectura, como yo lo hacía, como yo lo hago.
Escribo para niños porque me gusta su entusiasmo y puedo ver en sus ojos su admiración, su respeto y sus interrogantes.
Escribo para ellos porque quiero transmitirles interés y curiosidad por el mundo y por todos los que lo habitamos, llevarlos a olvidar un poco el “yo” para centrarnos en el “nosotros”.
Porque deseo que “sentir” y “emocionarse” sean en sus vidas palabras cotidianas.
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Tengo nuevo libro a punto de ver la luz. Como siempre, lo espero con ganas y con curiosidad. Porque entre otras cosas, este libro me sorprende a mí misma. Mira que llevo toda la vida diciendo que no iba a escribir segundas partes… Sin embargo, lo he hecho: he escrito una segunda parte. Así que entono el mea culpa y me prometo no decir nunca más “de esta agua no beberé”.
De todas formas, este es el riesgo de dejar siempre los finales abiertos. Si se queda mucho en el tintero, a veces a uno le dan ganas de seguir tirando del hilo, ¿o no es así? Y más aún, si hablas del primer libro en colegios y colegios, y alumnos y alumnos te preguntan durante años y años: ¿y ahora qué?
Sí, ¿ahora qué?
Hace más de diez años que publiqué el primer título: “¿De vacaciones en México?”. Y estuve tiempo y tiempo dándole vueltas a la pregunta de los chicos, negándome a desvelar qué ocurriría después con los protagonistas. La vida lo diría, yo no sabía más. Pero, de pronto, una mañana me di cuenta de mi error. La vida no iba a decir nada porque Leti y Daniel son personajes de ficción, y en su caso soy yo quien decide, no la vida… Así que ¿por qué no otorgarles una nueva oportunidad de caminar por el mundo un trecho más? Vaya… la cosa empezaba a interesarme; más aún, a motivarme. De repente, lo veía como un reto, como un experimento. Me entraron unas ganas locas de ponerme ante el papel. Y esas ganas no se pueden dejar pasar; no se logra todos los días tener la actitud adecuada. Pues, ¡a escribir una segunda parte! No había más que hablar. ¿Sería capaz de conjurar el dicho de “segundas partes nunca son buenas”?
Así nació “¿De vacaciones en Madrid?”. Y curiosamente lo hizo con alegría, sin ningún tipo de pesar, sin problemas ni durante el embarazo ni en el parto. Salió deprisa, salió sano y hoy me siento muy a gusto con él.
Pero eso sí, he atajado toda posibilidad de una nueva entrega. Y ahora sí que no hay vuelta atrás. Imposible, ni un cabo suelto. Me niego a alargar la historia como un chicle. Eso sería una trampa para los lectores y, todavía más, para mí misma. Creo…
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Sin embargo, pensándolo bien, esta falta de memoria mía quizá tenga una explicación lógica que me exculpe, que pueda perdonar mi aparente ingratitud. ¿Aprender a leer y a escribir fue algo tan natural como aprender a hablar o a comer? ¿Por eso no ha dejado ningún poso, ningún recuerdo vago que me permita evocar tiempo después? Será eso, sí; por lo menos, eso quiero creer.
Algo que creció conmigo, que se hizo presente con discreción, sin alharacas. Esa mujer –porque intuyo que fue una mujer- grabó la escritura y la lectura en mí jugando, con alegría, sin dolor. Sí, eso tuvo que ser.
Ambas se metieron en mí como lo hizo el mar, que tampoco he sabido nunca cuando vi por vez primera. Y sería tan bonito poder decir ahora “la primera vez que vi el mar…”, “la primera vez que descubrí palabras tras aquellos extraños signos…”. Pero no, no voy a mentir: no sé quién fue la persona que me concedió la herramienta clave de mi vida. Lo siento y le doy las gracias con muchos años de retraso. Si pudiera dar marcha atrás, prometo que prestaría mucho más atención.
Marinellahttp://www.blogger.com/profile/01992803676460061457noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-8099346453741971810.post-42202831084172452192014-02-09T02:15:00.000-08:002014-02-09T02:17:34.727-08:00¡QUÉ VIVAN LOS FINALES ABIERTOS!*En este mundo actual parece que, en principio, tendemos a lo cómodo. Tanto las listas de películas y series de televisión más vistas, como las de libros más leídos nos indican que nos decantamos preferentemente por las historias de acción que no nos hacen pensar demasiado. Si nos centramos en los libros, está claro que optamos por la novela de evasión, esa que “no nos calienta la cabeza”.
Si analizamos las estadísticas de hábitos lectores, da la sensación de que lo importante es el hecho de leer en sí mismo más que la elección de un título concreto. Es decir, ¡qué bien que leemos, aunque sea de una manera mecánica! Pero ¿es que la lectura mecánica nos asegurará una plaza en el cielo?
En realidad, asegurarnos no nos asegura nada, salvo el no pensar, pero sí nos permite hacernos la ilusión de que en España cada vez hay más lectores porque más del sesenta y pico por ciento de la población lee por lo menos un libro al trimestre. Sin embargo, habría que preguntarse si a eso se le puede llamar verdaderamente leer…
El caso es que proliferan en los cines, en las distintas cadenas de televisión y en las librerías las películas, las series y los libros comerciales, productos casi de usar y tirar, que divierten y no dejan huella. Todos cortados por el mismo patrón, clónicos, convencionales y efímeros.
Sin embargo, yo como lectora no quiero eso. Huyo de que me cuenten una historia y me digan cómo termina, paso a pasito y de pe a pa. No soporto que me lo den todo hecho y me respondan a todas las preguntas. Y todo bien masticadito y digerido, además.
Me espanta saber desde el principio lo que va a ocurrir y que todo vaya bien encarrilado para que nada me sorprenda. Intuirlo todo y no equivocarme en el desarrollo de ningún personaje, que me suene todo a conocido, ¡qué horror!
¿Que me aten todos los cabos…? No, ¡por Dios!
Como lectora admito –es más, necesito- que al principio el autor me lleve de la mano, pero no acepto que en el desarrollo y al final, cuando ya he madurado la historia, siga haciéndolo como una madre protectora incapaz de ver crecer a su hijo. Por eso, le exijo que me deje volar en libertad.
Que el autor me interrogue, me cuestione cosas, eso sí. Pero de las respuestas me encargo yo. Gracias.
La tan manida frase de que el gran objetivo de un libro o de una película es el de entretener no va conmigo. No, yo no quiero que una historia solo me entretenga.
Para eso ya hago punto de cruz.
Y por eso mismo, cuando escribo para jóvenes, mi meta final tampoco es entretenerlos. Ansío por supuesto que se enganchen de la lectura, que se interesen por lo que ocurre, y utilizo “cebos” para ello, ¿cómo no? Muchas veces, una historia de amor, sí. Pero a través de ella, aparecen muchas cosas más con las que pretendo hacerles reflexionar sobre otros temas. En realidad, los libros –mis libros- tratan de ser como cajas de alfileres. Quisiera que a medida que avanza en la lectura, el lector recibiera alfilerazos. Quizá algunos sean tan suaves, tan tenues, que no prendan en él, pero quiero que otros le aguijoneen, le sacudan, le sirvan de acicate, le lleven a plantearse interrogantes, le hagan meditar; incluso, que le estimulen tanto como para obligarle a buscar más allá de mi novela. Solo entonces mi libro se convertirá en el puente que aproxime a otros libros, lugares, personas, hechos.
En cuanto a la historia de amor, bueno, casi nunca termina con el beso de “Happy end” que los lectores esperan. Y eso descoloca a muchos, y me lo suelen decir cuando hago encuentros con ellos en los centros, y me piden segundas partes donde arreglar lo que no se ha arreglado en la “primera”, donde atar lo que no está atado y bien atado. Pero conversamos y les cuento mis motivos. Y algunos los entienden y me lo dicen, y en sus ojos veo que vamos por buen camino. Porque me he propuesto hacerlos verdaderos lectores, y esos no son los que leen un libro al trimestre sino los que enlazan un libro con otro. Para conseguirlo no me queda otra que contagiarles curiosidad, interés, ganas de ir más allá… Algo que no transmiten las historias previsibles (y prescindibles).
*Artículo publicado originalmente en EL TIRAMILLAMarinellahttp://www.blogger.com/profile/01992803676460061457noreply@blogger.com1tag:blogger.com,1999:blog-8099346453741971810.post-16167595011405054162014-01-18T02:09:00.000-08:002014-01-18T02:11:26.556-08:00UN LIBRO COMPLETO
A lo largo de los años, prácticamente desde que empecé a abrirme camino en el mundo laboral, todos mis trabajos han tenido que ver con los libros. He sido y soy escritora de libros para niños y jóvenes, traductora, editora… Pero, ante todo, por encima de todo, siempre he sido lectora. Siendo lectora es como más disfruto. Me gustan los libros, para ser más exactos: los buenos libros. Me gusta que me enganchen, que me hagan sentir dependencia de lo que cuentan. Saber, ir averiguando a medida que avanzo en su lectura, desvelar tramas, descubrir misterios.
Para mí un buen libro tiene que entretener, desde luego; y tiene que crear adicción. Su autor debe medir los tiempos, dosificar la información –ir dejando pistas, podríamos decir- para que el lector se sumerja en la trama y salga renovado.
La sensación que me produce un buen libro es como la sensación que tengo al bañarme en el mar. Primero deseo meterme, comenzar a leer. Pero, al mismo tiempo, me da cierta pereza pensar en la sensación que producirá en mi piel el agua fría. Sin embargo, sé que si no doy el paso me arrepentiré toda la vida. Así que tomo la decisión, entro poco a poco y, de pronto, el agua me atrae tanto que me sumerjo por completo, con cabeza y todo. Es entonces cuando llego al nudo del libro y disfruto plenamente, y del nudo, sin darme apenas cuenta, al desenlace. Se acabó, es el momento de salir del libro, de salir del agua, con pena, con tristeza porque se ha terminado el baño, pero con un recuerdo imborrable en el corazón.
Pero que quede claro que yo a un buen libro no le pido solo que me entretenga, le exijo mucho más. Le exijo que tire de mí y me obligue a leerlo con pasión, con entusiasmo. Y, también, le exijo que cuando lo termine, cuando llegue al punto final, cuando cierre el libro, se haya producido en mí un cambio interior; que, gracias a ese libro, yo me haya planteado cuestiones, me haya hecho preguntas, haya descubierto cosas que antes no sabía. Que el libro, en algún momento, me haya removido por dentro, me haya hecho pensar, me haya hecho crecer, madurar, que haya habido un progreso. Solo si un libro cumple también ese papel, esa función, para mí es un libro completo.
Me gusta recordarme a mí misma esto, ahora que hay tanta aventura intrascendente, tanto libro de “usar y tirar” en las librerías.
Marinellahttp://www.blogger.com/profile/01992803676460061457noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-8099346453741971810.post-59518742680876582802013-12-06T01:58:00.000-08:002013-12-06T02:05:21.053-08:00SABOREAR UN LIBROEntre los varios libros que he leído este año que termina está “El año en que me enamoré de todas”, de Use Lahoz. No me gustó. Es más, me enfadó. Porque yo, tras los tres libros que y había leído de este autor, había decidido erróneamente serle fiel. ¿Erróneamente? Sí, porque es impensable que todos los libros de los autores –incluso de los autores muy buenos- tengan el mismo nivel de calidad. Una verdadera ingenuidad por mi parte. Este último, a mi modo de ver, le salió frivolón, deslavazado… Imagino que en su urdimbre participaron elementos ajenos a la literatura. Eso no quita para que siga pensando de sus otros libros, los anteriores, lo mismo que escribí en la revista El Tiramilla cuando los leí en su día.
USE LAHOZ, UN AUTOR PARA JÓVENES, UN AUTOR PARA ADULTOS
En verano me gusta bajar a la playa, tumbarme en la toalla, cerrar los ojos y escuchar el rumor del mar. Así, con la suficiente serenidad para distanciarme de todo lo demás: risas, palas y pelotas al borde del agua, griterío… Solo así puedo atender a su murmullo y saber si está en calma, si lo mece la brisa, si sube la marea… Igualmente, cuando leo un libro –sobre todo, si me gusta-, llega un momento en que necesito distanciarme del argumento. Decir “basta” al devenir de la acción, para alejarme, y reposadamente escuchar lo que me dicen las palabras: el rumor del libro, su música, su ir y venir. Considero que no es escritor el que inventa historias exclusivamente, sino el que, además, les da forma, las modela como el artesano el barro. El verano me ha permitido saborear una novela de Use Lahoz, “La estación perdida”. Entre las muchas curiosidades de este libro, me he encontrado en sus páginas, así como de pasada, a Jenaro Baldrich y a su empresa –Sandro Carnelli-, los dos pilares en torno a los que giraba “Los Baldrich”, la primera novela que leí de Lahoz. Saborear es justo la palabra… Un argumento interesante, por supuesto, el que encadena la vida de Santiago Cádiar, un pobre hombre que nace en un pueblo de Aragón que ni siquiera viene en los mapas, pasa por Zaragoza, Barcelona, y acaba sin saber muy bien por qué emigrando a Uruguay. Un hombre que se empeña en buscar sus raíces en el ancho mundo cuando estas están en su casa y en su aldea. Una personalidad complicada la de ese protagonista: un ser bueno, trabajador, y al mismo tiempo, un bala perdida, un insensato al que lo mejor que se le puede decir es que es una “Antoñita la fantástica” en toda regla. Apuntalado de principio a fin por una mujer, Candela, que, sabedora de todas sus imperfecciones, no tiene más remedio que mantenerse firme y a su lado porque él, pese a todo, es el hombre de su vida. ¿Es una historia que suena a conocida? Puede ser… Muchas historias pueden ser similares, pero la forma de contarlas siempre es distinta. Y aquí es donde entra la palabra saborear con toda razón de ser, porque el autor me ha obligado a releer, a subrayar determinadas frases, a leer en voz alta párrafos enteros para reflexionar, para sentir la música del libro, para percibir con un nudo en la garganta un destello de emoción. Así que ahí estaba el pulso narrativo del autor, que, con sus comentarios irónicos, sus descripciones, sus flashes poéticos, me llevaba de la España profunda de la posguerra a los años sesenta, de la transición al destape, a la democracia… En fin, a la madurez de un personaje que apenas cambia, porque sigue siendo el mismo niño infeliz de sus comienzos. ¿Influencias? Posiblemente, pero bienvenidas sean si un autor consigue escribir un libro así. Delibes, Cela, Almodóvar, Mendoza, sí, pero por encima de ellos Lahoz, un autor asentadísimo a pesar de su juventud. Cuando acabé las más de quinientas páginas del segundo libro de Use Lahoz que leía, y lo hice con el mismo buen gusto de boca que la primera vez, me pudo la curiosidad. Sabía que el autor había hecho también una incursión en la literatura juvenil. ¿Cómo sería esa novela titulada “Volverán a por mí”, escrita a dos manos con Josan Hatero, con la que ambos obtuvieron el Premio La Galera Jóvenes Lectores 2011? Un premio, además, en el que participan activamente, como miembros del jurado, los lectores adolescentes. Así que no me quedó otra que hacerme con un ejemplar y leerlo también. Sin duda era un experimento, trataba de encontrar los párrafos que pertenecían a uno y a otro autor, y trataba, por encima de todo, de escudriñar la obra casi con lupa y entrever en esa novela de género fantástico, ambientada en un internado demoníaco que pretende enderezar personalidades rebeldes, al Lahoz de “La estación perdida”. ¿Lo conseguí? Pues… en el libro hay varias voces narrativas y primero pensé que los autores se las habrían repartido. ¿Quién sería Greco y quién Iris? ¿Quién sería Giulietta y quién John Stewart? Misterio… Confieso que siempre me han producido admiración los autores capaces de escribir un libro a dos bandas. ¿Cómo logran ponerse de acuerdo? ¿Cómo aceptan lo del otro por encima de lo suyo? Los veo en mi mente trabajar como los guionistas de las series, conversando mucho, enriqueciendo las ideas a base de puestas en común… Hasta ahí todo va bien, pero luego, cuando llega la hora de escribir, ¿qué sucede? ¿Qué estrategia siguen para llegar al consenso? En cualquier caso, mi experimento no funcionó, por lo menos no del todo, porque tanto el argumento como la forma están tan bien trabados que no supe distinguir a Lahoz de Hatero. Pero sí confirmé que los escritores, cuando escriben para adultos, escriben sobre todo para sí mismos. Sin embargo, si lo hacen para jóvenes, tienen más presentes a sus destinatarios, y también que desbrozan y pulen, quitan todo lo innecesario, desnudan las frases hasta ir a lo esencial. Y eso también es un estilo. Y finalmente me encontré con una protagonista fuerte que se sacrifica por su chico, como la Candela de “La estación perdida”, y también con una serie de frases, no sé si de Hatero, de Lahoz, o de ambos, que se instalaron en mí y me hicieron meditar. Chispazos como las dos últimas frases del libro: “Porque sé que los monstruos existen. Y también sé que, antes o después, volverán a por mí”, una frase que indefectiblemente me llevó al pobre Santiago Cádiar y a los monstruos que, por más años que va cumpliendo, no puede quitarse de encima. Ojalá los adolescentes hagan el viaje inverso al mío, vayan de “Volverán a por mí” a “Los Baldrich” y, de estos, en su momento, a “La estación perdida”. Al fin y al cabo, esa es una de las responsabilidades de los autores que escriben para jóvenes: provocarles la suficiente curiosidad y el suficiente interés para que vayan subiendo peldaños. Marinella Terzi Marinellahttp://www.blogger.com/profile/01992803676460061457noreply@blogger.com0