domingo, 9 de octubre de 2011

LEER COMO EN LA ADOLESCENCIA

Qué curioso... Cada vez se escribe más y, sin embargo, cada vez se lee menos, o, mejor dicho, se compran menos libros. Por lo menos, eso dicen las encuestas. ¿Será que la gente va más a las bibliotecas? Ojalá... Cada vez hay más blogs, más personas que necesitan volcar sus experiencias, sus sensaciones, sus frustraciones en un papel -o sobre una pantalla-; más autores que mandan sus originales a editoriales y premios. Pero ¿cuántos de ellos leen de verdad? ¿Cuántos de ellos están dispuestos a pasar una tarde en soledad degustando una buena novela? ¿Cuántos se alimentan de los libros? Conozco a un escritor que se jacta de que no le gusta la lectura. ¿Leer? ¡No! A él lo que le motiva es escribir... Esperemos que sus posibles lectores no sean de su misma opinión.
Y los adultos que continúan leyendo todavía lo hacen ya de otra manera: picoteando aquí y allá, leyendo en horizontal para estar al tanto de todo y no profundizar en casi nada. Las prisas, el exceso de información, la mucha oferta y la dificultad de centrarnos en algo concreto nos "obligan" a hacer tres cosas a la vez, y es muy difícil poner todos los sentidos en un libro cuando con un ojo se miran los mensajes del móvil y una parte de nuestro cerebro piensa en la reunión de trabajo que nos espera al día siguiente.
Sin embargo, bastantes de nosotros conservamos en nuestra mente gratísimos recuerdos relacionados con determinados libros que, en nuestra adolescencia, fueran buenos o malos, nos hicieron olvidarnos del presente que nos rodeaba. Nos sumergíamos en ellos hasta el fondo, nos negábamos a abandonarlos cuando nuestra madre nos reclamaba para la cena, "mendigábamos dos páginas, solo dos páginas más"; deseábamos que, avanzando en la lectura, se fueran atando todos los cabos y, al mismo tiempo, lo temíamos porque eso indicaba que se acercaba el final, el ansiado y temido final. Qué hermoso el final, y también qué triste... No porque el libro terminara mal, sino simplemente porque terminaba, sin más, y habría que buscar otra novela tan arrebatadora como aquella, otra más. Libros que hablaban de la vida, de renuncia, de lucha, de sufrimiento, de superación y de amor... Me veo a mí misma absolutamente inmersa en "Vinieron las lluvias", de Luis Bromfield. Ranchipur, las castas, el olor perfumado de la buganvilla, las aguas torrenciales, el cólera... Montando a caballo por las grandes praderas gracias a las novelas del oeste de Zane Grey, en las que siempre había mujeres que tenían que hacerse pasar por hombres para poder ganarse un jornal y una vida mejor. Gracias a "El primero de la cuerda" de Frison Roche -¿quién sería?- me recuerdo en los Alpes, formando parte de una cordada que le plantaba cara al Mont Blanc, aunque uno de sus miembros sufriera vértigo después de un accidente. Son libros que leí tres, cuatro, cinco veces, a pesar de que conocía su argumento de "pe a pa". ¿Qué importaba eso si me hacían vibrar una y otra vez? Nunca más he vuelto a leer de esa manera, nunca más he vuelto a sentir de esa manera...
Dicen que los adolescentes cada vez leen menos. Bueno... no sé, pero sí sé que los que lo hacen leen como lo hacíamos nosotros entonces: arrebatadamente, hasta el fondo, que por algo son adolescentes. Solo es necesario que la novela los incite, los obligue a tirarse a la piscina de cabeza, sin pensar. Esa es la cuestión.

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