martes, 19 de diciembre de 2017

BILLETE DE IDA Y VUELTA

(Relato ganador del Tercer Certamen GUINDOSTÁN, convocado por la asociación cultural del mismo nombre: http://guindostan.org)

Es noche cerrada. Álvaro está harto. Harto y, sobre todo, aburridísimo. Acaba de despertarse sobre la arena. Vaya curda que se ha pillado… Su mano descansa sobre una botella de ginebra. Vacía. No ve el mar. Sin embargo, ahí anda con su vaivén, acechándole.
Hay estrellas, pero ¿dónde demonios está la luna? Apenas ve nada más allá de sus pies. Va descalzo, aunque no recuerda haberse quitado los zapatos. Lo cierto es que su memoria guarda muy poco de las últimas horas.
La noche empezó con bronca, por supuesto. Matilde haciéndole chantaje moral: “Si te vas hoy, que es el día de nuestro aniversario, mañana cuando vuelvas como una cuba, no me encontrarás”. Bueno, bien, un motivo más para marcharse, entonces. A ver si ella se largaba de una buena vez.
Luego se fue de vinos con Celso, pero él le dejó en la estacada, aunque antes le presentó a ¿Armando? ¿Amadeo? ¿Arcadio? ¿Cómo se llamaba aquel tipo? Da igual, pero qué saque tenía el condenado… ¿Y luego? Cenaron unas tapas, sí. Después… después… acabaron en el Copacabana, eso era. Y allí, allí estaba la mulata, claro. Vaya noche completita… Aymé se llamaba. Le llevó a su piso y follaron como si fuera el día del fin del mundo. Lo malo es que luego la tal Aymé empezó con el rollo de La Habana. Que si algún día volvería a su tierra, que si el malecón, que si el mar, que si allí como en ningún sitio a pesar del carcamal del hermano de Fidel. Pero ¿qué pasó después? ¿Lo trajo ella hasta la playa, o vino él andando?
El mar. Álvaro tiene los pies fríos, la arena fina resbala entre sus dedos. Necesita calentárselos. Se pone a cuatro patas y palpa a su alrededor. No hay ni rastro de sus zapatos. Se arrastra por la arena para acercarse a la orilla y mete los pies en el agua: bien, eso está mejor. Se está mojando los bajos de los pantalones, pero qué más da. No piensa ir a trabajar. No va a ir nunca más, nunca más. Todos los días la misma historia. El teléfono que no para de sonar, el ordenador que se cuelga, las quejas de los clientes y las broncas de Fernández. Vaya vida, de las broncas de Matilde a las broncas de Fernández… no te digo.
Se quedaría ahí tumbado el resto de sus días, escuchando tan solo el ir y venir de las olas del mar. Si pudiera arrancar de su cabeza embotada los gritos, las broncas, las exigencias, los reproches… Está harto de esa vida, pero no puede, no sabe, no quiere vivir otra. Hacer un desfalco, robar un banco, irse a Nueva York; no, a La Habana, si Aymé dice que es tan bonito... O, mejor, ¿qué hay allí, al otro lado del horizonte? África, allí está África. Esa sí que es buena, ¿qué haría él en África? ¿Hacer de buen samaritano y cuidar a los negritos? Esos están peor que él. Mejor no meterse en más berenjenales, él no es un santo, un cooperante que ayuda al prójimo. Que alguien le ayude a él, ¡caramba! Pues lo dicho: a Cuba y a vivir, que son dos días. ¿Sentarse bajo una palmera y contemplar el mar? ¿Follar con tías macizas y venga mojitos y daiquiris? ¿Ir de borrachera en borrachera? ¿Lo mismo que aquí? En realidad es lo único que sabe hacer…
Maldita sea, le estalla la cabeza. Dejarse llevar sin decidir nada, eso es siempre lo más sencillo, lo más cómodo. No tener que elegir, no tener que abandonar un camino para tomar otro, no tener que hacer daño a nadie para salvarse de la quema. ¿Salvarse? No depender de nadie y, mejor todavía, que nadie dependa de ti. Solo y libre, ¿libre?
Qué mal cuerpo. Le huele la camisa a vomitona. Se desabrocha los botones sin abrir los ojos, se incorpora despacio y se la quita con esfuerzo. Madre mía, le pesan los brazos, las piernas, siente un dolor profundo en el pecho. Tira la camisa lejos, ¡que se la coman los peces! Una cosa menos. Se hunde un poco más en el agua, nota que la arena mojada se amolda a su cuerpo, se esparce por encima de él y casi lo succiona, como cuando era pequeño. Cómo le gustaba sentarse en la orilla y meter las piernas en el mar, enterrarlas en el lodo: medio cuerpo fuera, medio cuerpo dentro. Nunca más había recordado aquella sensación de paz, de bienestar. Las olas venían y cubrían su cuerpo; a veces, una más grande que las demás avanzaba hasta más allá de su cuello y le mojaba los labios. Si se descuidaba se le metía en la boca abierta y era como si le besara una mujer salada, marina. Eso lo piensa ahora, claro, porque entonces, entonces… ¿qué sabía él de la vida?, ¿de las mujeres?, ¿del amor?
¿Y qué sabe ahora del amor? Nada, absolutamente nada. ¿Existe el amor? Patrañas de las películas, de los libros. Patrañas. Necesita quitarse ese mal olor que le atufa la nariz, necesita una buena ducha, pero está demasiado cansado para levantarse, llegar al paseo, buscar un taxi. Todo es demasiado complicado, todo es agotador. Y allí en la orilla se está bien, y se es niño. Se mete un poco más en el mar, lo suficiente para flotar, para dejarse llevar, para no pensar, para no dar más palos de ciego, para no aburrirse, para mecerse, mecerse y ser feliz. Por fin.

Alika está cansada, dobla el brazo sobre la borda y apoya encima la cabeza. Le gustaría dormir un poco, pero sabe que es imposible, lleva todo el día excitada. Reina una oscuridad casi total. El mar es negro, como la barca. Intuye las siluetas de los otros. No hablan, aunque muchos de ellos tampoco duermen. Demasiadas sensaciones diferentes… Andan a la expectativa, a la deriva, como ella. Burlar a la policía costera, llegar a tierra, reunirse con su hermana Shaira, encontrar un trabajo, vivir, vivir en libertad, encontrar un buen hombre, ser feliz, ser feliz, ser feliz.
Aunque, ella ya era feliz en casa, esa es la pura verdad… Levantarse todas las mañanas era una alegría, y besar a su madre, y encontrar a sus amigos, y reír con ellos. Pero su madre no quería que continuara en su país, quería que buscara una oportunidad al otro lado del mar, en Europa. Siempre hablaba de que tenía que reunirse con su hermana, que con ella de la mano sería más fácil, ella la ayudaría a asentarse en aquel lugar, formar una familia, ser feliz, ser feliz. Y, de pronto, el día anterior por la mañana le soltó la noticia: que el pasaje estaba pagado, que se fuera a la playa y preguntara por Said, él la escondería en la barca con los demás. Después le dio la faltriquera con algo de dinero y un abrazo fuerte. Eso fue todo.
Se le está durmiendo el brazo. El hormigueo avanza del codo a la muñeca. Alika levanta la cabeza y extiende el brazo. Su mano toca el agua. Está tibia, agradable, se desliza entre sus dedos. No cree que haya tiburones por allí, a pesar de lo que dijo el patrón cuando embarcaron: nada de sacar manos y piernas que podría ser peligroso, nada de hablar, nada de hacer ruidos, nada de quejarse, nada de nada. Y, hasta ahora, todos han cumplido: allí están sus sombras sin rechistar, aguardan a que pase el mal trago para poder volver a respirar, a sentir, a amar.
De pronto, la mano toca algo resbaloso. ¿Un pez? ¡El tiburón! Alika sube el brazo con rapidez y escruta con sus ojos blancos, asustados, abiertos de par en par, la superficie opaca del agua. No ve nada más allá de la negrura. Pero no, no es el tiburón, ni tampoco un pez cualquiera. Lo sabe a ciencia cierta, sin preguntarse por qué. Y siente una tremenda curiosidad. Así que vuelve a bajar la mano con lentitud, con cuidado.
Agua, agua, ¡allí está de nuevo! No tiene vida, no trata de escapar, es algo muerto. Su mano agarra con más fuerza y lo levanta poco a poco. Es algo pesado, un trozo de tela, pero está tan mojado que ofrece resistencia y Alika tiene que doblar el cuerpo sobre la borda y agarrar con las dos manos para que el peso se quede equilibrado. La tela empapada chorrea sobre el agua. La joven tiene miedo de que ese goteo despierte a más de uno. Así que sin pensarlo más, levanta la pieza y la mete de golpe en la embarcación. Luego sus ojos van a la otra punta, a proa, allí está el patrón. Sus miradas se cruzan, pero él no dice nada. Está claro que su madre pagó más de lo acordado. El hombre se lleva un dedo a la boca y hace un gesto de silencio.
Alika recupera su posición inicial y palpa la tela mojada que tiene en el regazo. Unas mangas largas, un cuello, botones. A la pálida luz de las estrellas le parece ver una camisa de hombre, lisa, de un tono claro. ¿Blanca? ¿Crema? ¿Azul? No lo sabe a ciencia cierta, pero le gusta. Es una ofrenda del mar. Nunca ha tenido una camisa así. Cuando esté seca se la pondrá y, si le va ancha, cuando se reúna con Shaira, la estrechará siguiendo sus pautas, que a ella siempre se le ha dado bien la costura. Está contenta, es un regalo, un símbolo de que las cosas sin duda van a mejorar. Ropa nueva para una nueva vida. Alika cruza los brazos encima de la prenda para protegerla como un tesoro, y se abandona tranquila al sueño. Ahora sí.

domingo, 9 de julio de 2017

LA FALSA INDEPENDENCIA DE LOS NIÑOS EN LA LIJ

Me paso el día leyendo libros para niños y jóvenes. Algunos están ya publicados en otros países, otros son originales pendientes de decisión. Unos pocos me gustan mucho, muchos me resultan absolutamente indiferentes, los más me horripilan. Pero casi todos ellos -igual que sucedía cuando yo era una niña lectora- están protagonizados por niños libres, independientes, que toman constantemente sus propias decisiones y a los que nadie -¿unos padres, quizá?- les dicen lo que tienen que hacer y, sobre todo, a qué hora tienen que estar en casa. No hablo solo de libros de género fantástico, estoy hablando de novelas realistas que pretenden reflejar el mundo actual. ¿Se ajusta esa independencia a la realidad de hoy? No lo creo… ¿Dónde están esos padres sobreprotectores que llevan a sus hijos en el coche a todas partes, que los van a recoger de sus actividades cotidianas, que no los dejan ni a sol ni a sombra, que no paran de llamarlos al móvil ni los sueltan literalmente de su mano? De aparecer, lo hacen en muy contadas ocasiones y, precisamente, para que se les repruebe su actitud a lo largo de la historia. Pero son casos aislados. Lo más común es la casi ausencia de adultos, como si estos fueran seres fantasmagóricos -de figura lejana, desvaída- que están pero no están para mayor confort de protagonistas y lectores. No es algo nuevo. Cuando de pequeños, los de mi generación leíamos los libros de Los Siete Secretos y de Los Cinco, admirábamos y envidiábamos a partes iguales a esos personajes que iban de excursión solos a los acantilados, con la única compañía de su perro y una cesta de mimbre llena de alimentos extraños. Los padres, los tíos se quedaban en casa, esperando su vuelta, nada más. Nunca hacían amago de entrometerse en sus aventuras. No estaba en sus planes -ni en los de Enid Blyton- que molestasen a los protagonistas. Hoy en día sucede lo mismo. Hay protagonistas niños que investigan sucesos extraños, otros que descubren escabrosos secretos de familia. Algunos caminan kilómetros para reencontrarse con personas queridas, otros aman más de lo que nadie puede imaginar. Se las ven con ladrones, algunos hasta con asesinos. Hacen, deshacen, reflexionan, comprenden, deciden, maduran… En definitiva, avanzan. Mientras, sus padres no acostumbran a enterarse de nada. Su presencia sería muy molesta en una trama en la que los niños se transforman en héroes, en modelos inalcanzables para unos lectores que ansían identificarse con ellos hasta que mamá o papá los llame porque ha llegado la hora de cenar. Los autores lo saben bien y obran en consecuencia.

domingo, 2 de abril de 2017

GLORIA FUERTES, COMPLETA

Sospecho que Gloria Fuertes se agachaba para hablar con los niños, con el fin de decirles las cosas de tú a tú, mirarlos a los ojos y recibir su cariño. Un cariño que la llenaría de orgullo, ¿cómo no? A los adultos, sin embargo, debía de mirarlos de frente para bombardearles las entrañas sin paños calientes. Leyendo ahora sus poemas, descubro que cuando dialoga con nosotros en cada verso, dialoga, sobre todo, consigo misma, con su corazón malherido. Adentrarme en sus poemas es conectar con una persona que, de forma aparentemente sencilla, dice verdades inmensas que se clavan como puñales en mi cuerpo. Emoción pura. Confieso con pudor que la conocía poco y que ayer -al visitar la exposición sobre su vida y su obra, que conmemora el centenario de su nacimiento- la reconocí mucho. Por eso, tengo ya un libro suyo sobre la mesilla, abierto de par en par, deleitándome, desesperándome. El libro de una persona que escribía para personas de 0 a 99 años, como ella misma decía. Todos estamos en esa franja y así es la LITERATURA, nada compartimentada.

domingo, 5 de marzo de 2017

EL LIBRO MÁS VENDIDO DE LA TEMPORADA

Dicen que es el libro más vendido de la temporada y muchos también que el de mayor calidad. Lo estoy leyendo y no voy a opinar sobre su argumento. La literatura es contenido y continente, y aquí me interesa hablar de la forma, mucho más que de la historia. En las críticas previas que había leído, esas que en parte me llevaron a decantarme por su lectura, algunos críticos sesudos elogiaban precisamente lo que a mí -que aún creo en la importancia de las normas de la gramática- no deja de sorprenderme a cada frase. Los críticos hablaban de un estilo “fresco”, “coloquial” que aproximaba el texto a los lectores. Y también decían que era una novela “meditada”, construida con paciencia. Bueno… Está claro que cada lector interpreta a su manera y ve las cosas a su modo. Mientras leo, pienso que el autor debió reflexionar mucho antes de ponerse ante la hoja en blanco, estoy segura de ello porque la trama del libro es intrincada y muchos son los personajes. Pero también creo que, una vez que se puso a escribir, lo hizo a borbotones, con urgencia y que, igual que no se ajustó al orden cronológico de los hechos, tampoco se molestó en detenerse a releer para pulir un estilo que hace aguas por todas partes. ¿Hablamos del punto de vista, de la importancia de elegir la voz narrativa? Es algo que aparece en los primeros capítulos de cualquier manual de redacción que se precie, el tema central de cientos de talleres literarios. Todos recordamos el ejemplo de “Otra vuelta de tuerca”, de Henry James. Allí estaba claro quién escribía la historia, la institutriz, y solo veía lo que ella veía -o creía ver-. Lícito es hoy en día, cómo no, que haya capítulos en boca de un personaje y capítulos en boca de otro. También que siga existiendo un narrador clásico, omnisciente, que tenga toda la información y cuente la historia desde su “trono preferente”. Y, por supuesto, todos ellos pueden convivir dentro de una misma nóvela. ¿A capítulos? Claro. ¿A párrafos? Puede. Pero ¿en una misma frase? Pues bien, “Patria”, de Fernando Aramburu, está plagado de frases que comienzan en tercera y terminan en primera. Y viceversa. ¿Un hallazgo? Para mí no lo es. Como no lo es que el autor haya olvidado -a veces, pero no siempre: y, por tanto, es un olvido- que el castellano tiene la inmensa suerte de contar con guiones, que indican diálogos, y con comillas, que indican pensamientos. O que los puntos suspensivos existen precisamente para mostrar que una frase queda inacabada después de un “que” o de una preposición. Pero no, en este libro se pone un punto al final, ya sea frase acabada o inacabada, y santas pascuas. ¿Este libro ha tenido un editor al uso? ¿Ha tenido este libro un corrector? Ay, me huele que no. La novela ha sido publicada por una editorial, que durante años fue por libre y contó con un prestigio bien ganado, y que hoy en día vive bajo el paraguas del mayor emporio editorial de este país. Pues eso. Por cierto, esta mañana he empezado con gran curiosidad una novela, publicada por Planeta, que promete tensión y suspense. Desde luego, la obra tiene un comienzo impactante y estoy segura de que tendrá muchos lectores porque su autor, guionista y director de cine también, sabe crear adicción. Pero, ay, en la primera página se repite tres veces el mismo error gramatical -tres, sí-: “deber” sin preposición “de” con significado de posibilidad y no de obligatoriedad. Y algunas páginas después, me ha saltado a los ojos un “se escuchó”, así en impersonal, que me ha escocido. Vamos a ver, ya tendría que estar acostumbrada porque últimamente lo veo en todo lo que leo, pero no, no me acostumbro. Escuchar es “prestar atención a lo que se oye” y, por tanto, es imposible emplearlo en impersonal. Cuando un ruido te sorprende y no lo esperabas, no puedes escucharlo sino oírlo. Es así. Por tanto, repito, ¿dónde estaba el corrector también en esta ocasión? Sensación de pena por lo que pudo ser y no es. Así me quedo en ambos casos.

jueves, 8 de diciembre de 2016

HACIA ATRÁS COMO LOS CANGREJOS

Ayer mi tarde placentera -porque tengo entre manos una traducción que es una joya- acabó con un regusto amargo. Una llamada telefónica me hizo pensar en esa frase que cada vez suena más en mi cerebro: "Vamos hacia atrás como los cangrejos". No quisiera que me viniera a la mente cada dos por tres, pero es así. Y ya no hablo de política, que es un tema que me atañe como humilde ciudadana del mundo, no: hablo de cultura, que al fin y al cabo a ella me dedico desde el primer trabajo que tuve, en los primeros años ochenta. En la llamada, una persona muy querida -que, por descontado, no tiene nada que ver con la decisión- me informó de la suspensión de una charla mía en un instituto. El libro está leído, los profesores lo conocen bien, los alumnos no tienen que comprarlo pues tienen ejemplares en la biblioteca... Pero la charla, por esos azares de la vida, no se había pactado a través de la editorial, sino conmigo directamente. Por consiguiente, el pago por toda una mañana de estancia en las aulas no era cosa de la editorial, sino del instituto. Parece ser que en el centro no hay presupuesto para ello -imagino que sí lo habrá para otras circunstancias...- y, en esos casos, se les pide a los alumnos que "colaboren" con dos euros -me dijeron-. Y aquí viene lo bueno, la respuesta de los alumnos -o de sus padres, imagino-: No dan dos euros por una actividad que ni siquiera va a sacarlos del centro. Pues claro que sí, ¿por qué van a dar dos euros por escuchar a una autora hablar de su obra? ¿Por tener la oportunidad de conversar de literatura con alguien que se dedica a escribir de los temas que se supone que les interesan a ellos? Dios mío... ¿Dónde queda el interés por la cultura? ¿La curiosidad? ¿Las ganas de descubrir otros mundos? ¿El ansia de aprender? Desde luego, no en estos chicos/as; tampoco en sus familias, por descontado. ¿Y en el instituto? Mucho menos, porque no ha sabido contagiárselos. Que vayan, que vayan a merendar al campo, y si ese campo es de fútbol, mucho mejor. Confieso que no habría escrito estas palabras si el periódico de hoy no hubiera rematado la faena. En la última página de EL País vuelven a la carga con el asunto de las prohibiciones de determinados libros en los centros escolares americanos. Ay, no. Pues sí, un libro como "Matar a un ruiseñor", que durante décadas ha sido prescrito en miles de escuelas, ahora se prohíbe. Por racista. Vamos a ver: si un lector tiene la capacidad de raciocinio, sabe deducir e interpretar, se dará cuenta de que cualquier buen libro le ofrece la posibilidad de pensar por sí mismo, es una ventana que le muestra el mundo y que le lleva a preguntarse, a sopesar, a clarificar y, finalmente, a decidir. Enseñemos a los jóvenes esas herramientas en casa y en la escuela desde el primer día y ahorrémonos el bochorno de las prohibiciones. ¿Tan difícil es amar la cultura desde la más tierna infancia y saber que la cultura abre puertas siempre? Desde luego, cultura no es cerrar puertas a portazos.

domingo, 27 de noviembre de 2016

UNAMUNO Y LA PAPIROFLEXIA

Ayer fui al cine para ver "La isla del viento", la película que narra parte de la vida de Unamuno, concretamente: su exilio en Fuerteventura. La película me pareció bonita y, sobre todo, muy interesante. La recomiendo... Pero, además, me hizo recordar uno de los primeros reportajes que publiqué en mi vida y que estaba absolutamente borrado de mi mente, qué cosas. Hablaba de Unamuno y su relación con la papiroflexia. Tiene más de treinta años, nada menos, y me resulta toda una curiosidad. Aquí está:

domingo, 8 de mayo de 2016

LOS LECTORES SOMOS MENOS LECTORES

Estaba en COU cuando nació EL PAÍS. La mejor profesora de Literatura que he tenido nunca -una de esas personas capaces de crecerse y contagiarte entusiasmo cuando sienten a fondo- nos llevó de visita a su sede nueva, esplendorosa. Mientras caminábamos por la redacción, mientras imaginábamos las rotativas en movimiento, su mirada -la mirada de Mari Carmen García Arranz- nos indicaba que aquel periódico era distinto, especial y formaba parte de un mundo nuevo. Yo, que deseaba estudiar Periodismo, me “vi” sentada frente a aquellas mesas, pegada al teléfono y a la máquina de escribir, y sentí miedo pero también ilusión: era el futuro, y tal vez fuera también mi futuro. Después, a la hora de la verdad, nunca trabajé en aquella redacción, sí en otra. Pero sí publiqué algunos artículos en EL PAÍS SEMANAL gracias a otra mujer -Rosa Montero- a la que no conocía personalmente pero que siempre acogió con un afectuoso “te lo vamos a publicar” los textos que le presenté. Desde entonces, mi historia ha caminado junto a la historia del periódico, del que soy suscriptora fiel desde hace años. Y, de pronto, no sé muy bien cómo, han pasado cuarenta años. “Veinte años no es nada”, dice el tango, pero cuarenta… cuarenta en este caso no es el doble de nada. El martes pasado, todos los que compramos EL PAÍS habitualmente volvimos a enfrentarnos a la primera portada, la del 4 de mayo de 1976. Vaya, fue un ejercicio curioso: examinándola con detenimiento, me di cuenta de lo mucho que había cambiado la forma que tenemos los lectores de percibir la información, porque, al fin y al cabo, en un periódico los diseñadores no hacen más que amoldarse a los usos y a los gustos de sus lectores, solo eso. Una única foto, pequeña, a una columna, y en blanco y negro por supuesto. El editorial y todas las informaciones -salvo la dedicada al Parlamento Europeo, que ahora descubro que se aumentó, pues no tenía la extensión necesaria- en un cuerpo de letra que casi me atrevo a calificar de “miserable” por lo minúsculo y que, desde luego, nadie hoy osaría emplear en prensa. De hecho, no tiene nada que ver con el cuerpo que utiliza EL PAÍS en la actualidad. ¿Acaso tenían mejor vista los lectores de hace cuarenta años que los de ahora? No, sencillamente no se amedrentaban ni ante un editorial como el del primer día, que mirado con mirada del siglo XXI tiene un aspecto de ladrillo imponente, con tan solo cuatro tímidos puntos y aparte; digo “tímidos” porque casi alcanzan el final de la línea. En fin, que el texto no respira en absoluto. Pero la gente lo devoraba, lo releía, lo reposaba, reflexionaba, lo hacía suyo o lo discutía. Ahora, para que alguien se decida a tomarse el tiempo de leer algo así hay que “engañarle” con el color, con las ilustraciones, ponérselo fácil, dárselo masticado. Ay, aquellos tiempos y estos no son los mismos: la imagen y el ritmo frenético nos han moldeado a su gusto, nos han hecho cómodos. Confieso que yo misma he leído de nuevo ese editorial titulado “Ante la reforma” en diagonal y a salto de mata. ¿Se merece tal agravio esa cubierta “histórica”, inteligente y clarísima en sus intenciones democráticas? Lo cierto es que no.