jueves, 27 de noviembre de 2014

LA EMPATÍA EN LA LECTURA

Estoy leyendo “Olvidado rey Gudú”. Era una cuenta pendiente que tenía con Ana María Matute y decidí saldarla el día que murió. Hacerle mi particular homenaje con la lectura de esa novela. Se trata de una novela inmensa, en todos lo sentidos: extensísima y llena de personajes, historias, bifurcaciones… Una novela de novelas, podríamos decir. Una fantasía épica que desgrana el árbol genealógico de una estirpe entera, la que rige en el país de Olar casi siempre por la fuerza. Parece ser que Ana María Matute la tenía por su novela más completa y por eso decidió que fuera custodiada en la Caja de las Letras del Instituto Cervantes –que no se abrirá hasta el año 2029- cuando le pidieron una obra para tal fin. “Olvidado rey Gudú” se convertía así en su legado. No me extraña que fuera la elegida. Matute tardó cosa de veinte años en construirla por entero y dicen que viajaba con el manuscrito montado en un carrito de madera. ¡Madre mía, cómo han cambiado los tiempos! Hoy en día basta con un pendrive… No soy yo quién para enmendar la plana a una premio Cervantes. No se me ocurrirá nunca decir que no me gusta la obra, o que está mal estructurada. Pero creo que sus dimensiones y el afán de la autora por abarcar tiempos y espacios le pasan factura. Es muy difícil dar siempre en el clavo con tantos personajes, con tantas peripecias y con tantas páginas. Por eso, leo su prosa con deleite, pero el argumento me pesa en determinados momentos y a veces me cuesta avanzar por ese bosque lleno de guerreros, trasgos, hadas y pueblos de nombres difíciles de recordar. Y, sobre todo, echo algo en falta en mi actitud para con la novela: la emoción. Precisamente, esa emoción que sentí en cada una de las páginas de “Paraíso inhabitado”, otro libro de Ana María Matute. Sin duda una obra mucho más liviana, pero que para mí fue toda una joya, una auténtica revelación. Pasearme por la casa de Adri, la niña protagonista de “Paraíso inhabitado”, fue regresar a mi infancia. Sentir lo que sentía esa niña rodeada de adultos fue volver al día a día de mi niñez, a los silencios, a las miradas. Surcar su pasillo-río fue surcar el pasillo-río de mi casa, y esconderme entre los muebles y los rincones de su hogar fue volver al refugio que suponía el hueco bajo la mesa de mi comedor, tan sólida con sus patas de madera torneadas; tan cálida, colocada sobre la alfombra de lana amarilla. Madurar para Adri no es una sensación de plenitud sino de pérdida, como en su momento lo fue para mí con la mochila de mi nostalgia a cuestas. Resumiendo, no hay empatía entre Gudú, los suyos y yo. Sí la hubo, a cada instante, entre Adri y yo. En realidad, Adri era yo misma. ¿Hay algo mejor que llegar a esa identificación total cuando se lee un libro? Creo que no.

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