martes, 29 de junio de 2010

TEMPRANO LEVANTÓ LA MUERTE EL VUELO...

No se trata de que viviera en una época equivocada, no. Porque precisamente vivir en esa determinada etapa, en esas circunstancias, fue lo que le hizo ser como fue. Hablo de Miguel Hernández. El 30 de octubre se cumple el centenario de su nacimiento.
Me acerqué a él a mis catorce años, a partir del primer disco de Serrat que musicaba sus versos. Desde mi punto de vista fue una buena forma de descubrir al poeta. Luego vino su obra y, a través de ella, su biografía.
Ahora, de algún modo, también yo –gracias a unos buenos amigos- he podido rendirle mi homenaje particular. Estuve en Orihuela, paseando sus calles; esas calles de edificios palaciegos, hermosos, nobles, que debían caer sobre él como una losa, haciéndole ver a cada paso diferencias, injusticias. Vi la casa donde nació -o mejor, el espacio donde estaba esa casa, pues apenas queda nada de la original-, tercer hijo de un matrimonio como tantos otros, de esos que no contaban con casa señorial ni escudo nobiliario. Visité la segunda casa, en la que vivió desde los cuatro años, una casa que disponía de distintas habitaciones, patio y huerto. Una casa no tan pobre como creen algunos, pero tampoco tan rica como la de los compañeros que se sentaban junto a él en el colegio de Santo Domingo. Diferencias. Distancias. ¡El colegio de Santo Domingo! Lo llaman El Escorial de Levante nada menos. Esos dos claustros, uno renacentista y otro ya barroco; esa iglesia absolutamente barroca que no tiene –salvo en las capillas- ningún espacio sin decorar. ¿Y por allí iba y venía Miguel queriendo ser poeta?
Vi la casa de Ramón Sijé. Subí al seminario, donde permaneció meses encarcelado, tan cerca de su familia y tan lejos al mismo tiempo. Y estuve en Alicante, en la prisión donde murió. Y en el cementerio, frente al nicho y junto a la tumba donde reposan ahora sus restos al lado de los de Josefina y su hijo Manuel Miguel.
Fin de una etapa, principio de otra. Miguel de la tierra, del pueblo, de los suyos, del infortunio. Miguel del mundo, de la sonrisa –Voy entre pena y pena sonriendo-, de la libertad. Miguel de todos.
Temprano levantó la muerte el vuelo, escribió de Sijé sin saber que el verso podría ser texto de su propio epitafio. Ironías… La vida y la muerte siempre de la mano.

Gozar, y no morirse de contento,
sufrir, y no vencerse en el sollozo…/…

sábado, 5 de junio de 2010

"HA DICHO MAMÁ QUE LOS LIBROS NO SE ABREN"

Ay, ay, ay... A esa frase tan fuerte, tan tremenda me enfrenté el primer fin de semana de la Feria del Libro de Madrid. Estaba en una caseta, firmando... O, para ser más precisos, esperando a que alguien se decidiera a que le firmara un libro. La sensación que produce estar en una caseta es ambivalente, lo saben todos los que han pasado por el "trance". Por un lado hay un poco de orgullo, un poco de alegría, algo de fiesta. Pero por otro, hay mucho de vergüenza, de incomodidad. Uno está en el escaparate, y si no se acercan a interesarse por su obra se siente mal. Pero si se acercan... si se acercan se siente en el lugar que no le corresponde, porque su lugar es la mesa de trabajo y su oficio, escribir en soledad. Pero la feria es, ante todo, una cura de humildad estupenda porque los paseantes -casi todos lo son, más que otra cosa- están cansados, tienen calor y no suelen ver esos letreros -casi siempre con la letra más pequeña de la cuenta- donde se indica el nombre del autor que firma en la caseta. Así que lo más normal es que te vean allí sentado y te pregunten por un título que nada tiene que ver contigo o que te pasen el dinero para pagar un libro que no has visto en la vida. Bueno, aprendes mucho del oficio de comercial en una caseta: muestras libros, pasas el código de barras por la "maquinita" para que el ordenador te indique el precio, cobras, y, sobre todo, te vendes a ti mismo. Porque tú quisieras que el vendedor que te acompaña estuviera al quite, informara a los que llegan de que estás allí, les mostrara tu obra y les dijera que tienen la "gran oportunidad" de llevarse un libro firmado por "el autor". Pero casi nunca es el caso: el vendedor lleva muchas horas, muchos días en la caseta; está cansado, tiene calor y piensa en la cervecita que se va a tomar dentro de un rato. Ay, ay, ay... Y, de pronto, después de todo eso, aparecen un niño y una madre. Él tiene cara de despierto y no se contenta con ver las cubiertas de los libros, con leer los títulos. Quiere tocar, quiere abrir esas cajas de tesoros para descubrir qué hay en su interior. Sólo así, leyendo la primera frase -como he hecho yo siempre-, mirando las ilustraciones, los títulos de los capítulos, saltando al vuelo entre las palabras, sólo así se decidirá a emplear las monedas que lleva en el bolsillo en la elección de un libro en concreto. Pero la madre tiene calor, está cansada y quiere volver a casa. Y, por encima de todo, a la madre nadie le enseñó nunca que los libros están para tocarlos, para abrirlos, para descubrirlos, para desvelarlos como un gran enigma. Quizá, si tuvo alguna vez sensibilidad, se le quedó por el camino. Así que cuando él alarga la mano tímido hacia uno de tus libros allí expuestos, ella le agarra con fuerza y dice con voz segura: "Ha dicho mamá que los libros no se abren". Así tal cual, en pasado, porque "mamá" igual lleva toda la tarde repitiendo la misma frase. Y no hay más, su estela se pierde entre los demás paseantes -¿lectores? Nooo...- del parque de El Retiro.
Pero hay algo que ella no sabe, que desconocerá toda la vida. Su frase está ahora en el cuaderno de mi bolsillo. Una frase así no puede desperdiciarse. Sin tener ella ni idea, me ha brindado una llave que abrirá la puerta de un nuevo libro. Quizá no ahora, pero sí en el futuro. Seguro. Y ese libro estará dedicado a él, a ese niño que quiso ser lector y no se lo permitieron en casa.