(Relato ganador del Tercer Certamen GUINDOSTÁN, convocado por la asociación cultural del mismo nombre: http://guindostan.org)
Es noche cerrada. Álvaro está harto. Harto y, sobre todo, aburridísimo. Acaba de despertarse sobre la arena. Vaya curda que se ha pillado… Su mano descansa sobre una botella de ginebra. Vacía. No ve el mar. Sin embargo, ahí anda con su vaivén, acechándole.
Hay estrellas, pero ¿dónde demonios está la luna? Apenas ve nada más allá de sus pies. Va descalzo, aunque no recuerda haberse quitado los zapatos. Lo cierto es que su memoria guarda muy poco de las últimas horas.
La noche empezó con bronca, por supuesto. Matilde haciéndole chantaje moral: “Si te vas hoy, que es el día de nuestro aniversario, mañana cuando vuelvas como una cuba, no me encontrarás”. Bueno, bien, un motivo más para marcharse, entonces. A ver si ella se largaba de una buena vez.
Luego se fue de vinos con Celso, pero él le dejó en la estacada, aunque antes le presentó a ¿Armando? ¿Amadeo? ¿Arcadio? ¿Cómo se llamaba aquel tipo? Da igual, pero qué saque tenía el condenado… ¿Y luego? Cenaron unas tapas, sí. Después… después… acabaron en el Copacabana, eso era. Y allí, allí estaba la mulata, claro. Vaya noche completita… Aymé se llamaba. Le llevó a su piso y follaron como si fuera el día del fin del mundo. Lo malo es que luego la tal Aymé empezó con el rollo de La Habana. Que si algún día volvería a su tierra, que si el malecón, que si el mar, que si allí como en ningún sitio a pesar del carcamal del hermano de Fidel. Pero ¿qué pasó después? ¿Lo trajo ella hasta la playa, o vino él andando?
El mar. Álvaro tiene los pies fríos, la arena fina resbala entre sus dedos. Necesita calentárselos. Se pone a cuatro patas y palpa a su alrededor. No hay ni rastro de sus zapatos. Se arrastra por la arena para acercarse a la orilla y mete los pies en el agua: bien, eso está mejor. Se está mojando los bajos de los pantalones, pero qué más da. No piensa ir a trabajar. No va a ir nunca más, nunca más. Todos los días la misma historia. El teléfono que no para de sonar, el ordenador que se cuelga, las quejas de los clientes y las broncas de Fernández. Vaya vida, de las broncas de Matilde a las broncas de Fernández… no te digo.
Se quedaría ahí tumbado el resto de sus días, escuchando tan solo el ir y venir de las olas del mar. Si pudiera arrancar de su cabeza embotada los gritos, las broncas, las exigencias, los reproches… Está harto de esa vida, pero no puede, no sabe, no quiere vivir otra. Hacer un desfalco, robar un banco, irse a Nueva York; no, a La Habana, si Aymé dice que es tan bonito... O, mejor, ¿qué hay allí, al otro lado del horizonte? África, allí está África. Esa sí que es buena, ¿qué haría él en África? ¿Hacer de buen samaritano y cuidar a los negritos? Esos están peor que él. Mejor no meterse en más berenjenales, él no es un santo, un cooperante que ayuda al prójimo. Que alguien le ayude a él, ¡caramba! Pues lo dicho: a Cuba y a vivir, que son dos días. ¿Sentarse bajo una palmera y contemplar el mar? ¿Follar con tías macizas y venga mojitos y daiquiris? ¿Ir de borrachera en borrachera? ¿Lo mismo que aquí? En realidad es lo único que sabe hacer…
Maldita sea, le estalla la cabeza. Dejarse llevar sin decidir nada, eso es siempre lo más sencillo, lo más cómodo. No tener que elegir, no tener que abandonar un camino para tomar otro, no tener que hacer daño a nadie para salvarse de la quema. ¿Salvarse? No depender de nadie y, mejor todavía, que nadie dependa de ti. Solo y libre, ¿libre?
Qué mal cuerpo. Le huele la camisa a vomitona. Se desabrocha los botones sin abrir los ojos, se incorpora despacio y se la quita con esfuerzo. Madre mía, le pesan los brazos, las piernas, siente un dolor profundo en el pecho. Tira la camisa lejos, ¡que se la coman los peces! Una cosa menos. Se hunde un poco más en el agua, nota que la arena mojada se amolda a su cuerpo, se esparce por encima de él y casi lo succiona, como cuando era pequeño. Cómo le gustaba sentarse en la orilla y meter las piernas en el mar, enterrarlas en el lodo: medio cuerpo fuera, medio cuerpo dentro. Nunca más había recordado aquella sensación de paz, de bienestar. Las olas venían y cubrían su cuerpo; a veces, una más grande que las demás avanzaba hasta más allá de su cuello y le mojaba los labios. Si se descuidaba se le metía en la boca abierta y era como si le besara una mujer salada, marina. Eso lo piensa ahora, claro, porque entonces, entonces… ¿qué sabía él de la vida?, ¿de las mujeres?, ¿del amor?
¿Y qué sabe ahora del amor? Nada, absolutamente nada. ¿Existe el amor? Patrañas de las películas, de los libros. Patrañas. Necesita quitarse ese mal olor que le atufa la nariz, necesita una buena ducha, pero está demasiado cansado para levantarse, llegar al paseo, buscar un taxi. Todo es demasiado complicado, todo es agotador. Y allí en la orilla se está bien, y se es niño. Se mete un poco más en el mar, lo suficiente para flotar, para dejarse llevar, para no pensar, para no dar más palos de ciego, para no aburrirse, para mecerse, mecerse y ser feliz. Por fin.
Alika está cansada, dobla el brazo sobre la borda y apoya encima la cabeza. Le gustaría dormir un poco, pero sabe que es imposible, lleva todo el día excitada. Reina una oscuridad casi total. El mar es negro, como la barca. Intuye las siluetas de los otros. No hablan, aunque muchos de ellos tampoco duermen. Demasiadas sensaciones diferentes… Andan a la expectativa, a la deriva, como ella. Burlar a la policía costera, llegar a tierra, reunirse con su hermana Shaira, encontrar un trabajo, vivir, vivir en libertad, encontrar un buen hombre, ser feliz, ser feliz, ser feliz.
Aunque, ella ya era feliz en casa, esa es la pura verdad… Levantarse todas las mañanas era una alegría, y besar a su madre, y encontrar a sus amigos, y reír con ellos. Pero su madre no quería que continuara en su país, quería que buscara una oportunidad al otro lado del mar, en Europa. Siempre hablaba de que tenía que reunirse con su hermana, que con ella de la mano sería más fácil, ella la ayudaría a asentarse en aquel lugar, formar una familia, ser feliz, ser feliz. Y, de pronto, el día anterior por la mañana le soltó la noticia: que el pasaje estaba pagado, que se fuera a la playa y preguntara por Said, él la escondería en la barca con los demás. Después le dio la faltriquera con algo de dinero y un abrazo fuerte. Eso fue todo.
Se le está durmiendo el brazo. El hormigueo avanza del codo a la muñeca. Alika levanta la cabeza y extiende el brazo. Su mano toca el agua. Está tibia, agradable, se desliza entre sus dedos. No cree que haya tiburones por allí, a pesar de lo que dijo el patrón cuando embarcaron: nada de sacar manos y piernas que podría ser peligroso, nada de hablar, nada de hacer ruidos, nada de quejarse, nada de nada. Y, hasta ahora, todos han cumplido: allí están sus sombras sin rechistar, aguardan a que pase el mal trago para poder volver a respirar, a sentir, a amar.
De pronto, la mano toca algo resbaloso. ¿Un pez? ¡El tiburón! Alika sube el brazo con rapidez y escruta con sus ojos blancos, asustados, abiertos de par en par, la superficie opaca del agua. No ve nada más allá de la negrura. Pero no, no es el tiburón, ni tampoco un pez cualquiera. Lo sabe a ciencia cierta, sin preguntarse por qué. Y siente una tremenda curiosidad. Así que vuelve a bajar la mano con lentitud, con cuidado.
Agua, agua, ¡allí está de nuevo! No tiene vida, no trata de escapar, es algo muerto. Su mano agarra con más fuerza y lo levanta poco a poco. Es algo pesado, un trozo de tela, pero está tan mojado que ofrece resistencia y Alika tiene que doblar el cuerpo sobre la borda y agarrar con las dos manos para que el peso se quede equilibrado. La tela empapada chorrea sobre el agua. La joven tiene miedo de que ese goteo despierte a más de uno. Así que sin pensarlo más, levanta la pieza y la mete de golpe en la embarcación. Luego sus ojos van a la otra punta, a proa, allí está el patrón. Sus miradas se cruzan, pero él no dice nada. Está claro que su madre pagó más de lo acordado. El hombre se lleva un dedo a la boca y hace un gesto de silencio.
Alika recupera su posición inicial y palpa la tela mojada que tiene en el regazo. Unas mangas largas, un cuello, botones. A la pálida luz de las estrellas le parece ver una camisa de hombre, lisa, de un tono claro. ¿Blanca? ¿Crema? ¿Azul? No lo sabe a ciencia cierta, pero le gusta. Es una ofrenda del mar. Nunca ha tenido una camisa así. Cuando esté seca se la pondrá y, si le va ancha, cuando se reúna con Shaira, la estrechará siguiendo sus pautas, que a ella siempre se le ha dado bien la costura. Está contenta, es un regalo, un símbolo de que las cosas sin duda van a mejorar. Ropa nueva para una nueva vida. Alika cruza los brazos encima de la prenda para protegerla como un tesoro, y se abandona tranquila al sueño. Ahora sí.